miércoles, 10 de marzo de 2021

Jenny (1936)


Hay una escena de Jenny (1936) que compone mediante varios planos una imagen reconocible del realismo poético de Marcel Carné y Jacques Prévert: un hombre, Lucien (Albert Préjean), que desea cambiar de vida, una mujer, Danielle (Lisette Lanvin), que ilumina la posibilidad, un lugar solitario para el encuentro de soledades que el destino ha querido unir, quizás para jugar con ellas, dos seres que intentan escapar, imágenes del canal fluvial, música de fondo, barcazas que duermen sobre la armonía acuática y bruma nocturna que no les alcanza en ese instante de acercamiento. Ese momento del primer largometraje dirigido por Carné, que llegaba a la dirección tras la experiencia de asistir a Jacques Feyder en Le grand jeu (1934), Pensión Mimosas (1935) y Le karmesse heroique (1935), podría ser de cualquier otra película posterior suya con guion o diálogos de Prévert, pero existen otras dos escenas que la personalizan y determinan su sustancia. Son dos imágenes de la misma mujer: Jenny (François Rosay), sin embargo son dos rostros y portes distintos. La primera la muestra segura de sí, dueña de su destino, vital e ilusionada con el amor —ama a Danielle, su hija, y a Lucien, su joven amante, y siente que ambos le corresponden—; es la imagen de quien puede con todo porque siente que la vida le sonríe y ella le devuelve el gesto. La segunda es la imagen de la derrota, de la mujer que arrastra la imposibilidad que asume al comprender que no puede vencer al tiempo, que no puede dar marcha atrás ni alterar el movimiento del destino. Esa Jenny que camina y se resigna acepta su derrota, mientras fuera de su mente suenan sonidos urbanos y un silbido de una locomotora o puede que de una barcaza; su figura delata su certeza, la de que ha dejado paso a otros. Comprende o asume que a ella ya no le pertenece la opción de iniciar una nueva vida, el cambio ya no es posible, ni el amor que le hacía sentir que todavía era su momento. Esa es la imposibilidad de Jenny, que la protagonista comprende que no puede detener el ciclo temporal y resignarse con el <<unos llegan y otros salen>> de escena, así es <<la perra vida>> que, a partir de esos dos momentos, Carné y Prévert desarrollarán a lo largo de varios títulos indispensables del cine francés de preguerra. Pero ahora es a Jenny a quien le toca apartarse, llevando consigo el peso de su imposibilidad, de su triple pérdida: la relación con su hija, su amante y la posibilidad de cualquier reinicio vital, condenándola a regresar al local que hasta entonces ha dirigido con éxito. Aunque en la segunda imagen, la de la derrota, queda la sensación de que, para ella, será una especie de jaula, donde los hombres continuarán divirtiéndose con sus conquistas femeninas o donde gastando su dinero creerán que tienen derecho a conquistarlas —como muestra L’Albinos (Robert Le Vigan) cuando acosa a Danielle, apenas un minuto después de que descubra que el local de su madre no es un restaurante al uso, sino el local más “alegre” de París—, a donde regresa acompañada de desencanto, amargura y soledad.



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