lunes, 8 de marzo de 2021

El callejón de las almas perdidas (1947)

Hay un interrogante en Un día en la vida de Iván Denísovich que llamó mi atención por su sencillez y por su significado, pues en la pregunta <<¿Cómo va a comprender un hombre que está abrigado a otro que pasa frío?>> Alexandr Solzhenitsyn ya da la respuesta en la propia cuestión. Es imposible que lo comprenda, no puede, sencillamente porque no ha vivido la experiencia de pasar frío y no existe “empatía” en confortable abrigo que se ponga en la piel, huesos y músculos de quien sufre cautiverio en temperaturas bajo cero. El protagonista de El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 1947) es un embaucador y un farsante, es ambicioso y arribista, pero no es un monstruo de feria, no todavía, ni puede comprender que alguien llegue a serlo. Ignora cómo, a cambio de una botella de alcohol, un hombre se denigra y acepta ser la monstruosa atracción que al tiempo le repugna y fascina. No puede saberlo porque no ha experimentado el ascenso y la caída que llevan a la transformación que en Pete (Ian Keith), a quien entrega una botella llena de alcohol para sacarle la información que busca, no se completa porque lo impide la presencia y el cariño de Zeena (Joan Blondel). Stan (Tyrone Power), aunque amoral, es tan humano como el resto y su humanidad se encuentra definida por debilidades, esperanzas, credulidad, egoísmo, deseos y un largo etcétera que, con sus variantes, es humanamente común. Pero a él, nada le importan los demás; y si para lograr sus metas se aprovecha de otros individuos, o accidentalmente siembra su camino de víctimas, lo hace sin remordimiento. Solo le preocupa su escalada a la cima del éxito, el resto no le interesa, no le afecta, quizá porque, hasta el amor de Molly (Coleen Gray), nunca se había sentido amado y, por lo tanto, no comprendía qué se siente.



En su manipulación, ni es mejor ni peor que otros hombres o mujeres que le salen al paso. No es peor que Ezra Grindle (Taylor Holmes), el millonario que le pide que materialice el espíritu de la mujer que amó, pero a quien posiblemente (por lo que se desprende de sus palabras) también hiciese sufrir, ni más embaucador que Lilith Ritter (Helen Walker), la psicóloga que le ofrece los secretos de sus clientes para que los engañe y luego ella haga lo propio con él. Tampoco es peor que el dueño del circo que le contrata al final, él mismo empresario que le habla al principio del film o le alaba poco después, cuando embauca a policía que quiere cerrar la atracción. En los momentos iniciales de este oscuro drama, de ascenso a la cumbre y descenso al abismo, dirigido con mano maestra por Edmund Goulding, el charlatán todavía mantiene su ambición intacta y se cree por encima de todos. Ni piensa que algún día pueda transformarse en monstruo de feria. Solo siente curiosidad por la atracción y, cómo la sentirán por él al final —alguien dice <<cómo ha podido caer tan bajo>>—, se pregunta cómo llegó a esa humillación extrema. En ese primer momento, Stan carece de respuesta porque le falta la experiencia; pero, alcanzado el éxito, no tardará en precipitarse al abismo donde encontrará la respuesta que no tiene al inicio, cuando se presenta en pantalla dominado por su ambición, su juventud y su inexperiencia, una combinación que le lleva a sentirse superior —por encima, dice cuando en la feria siente que tiene al público en sus manos— y más listo, creencia que, unida a su orfandad, le incapacita o le impide ser consciente de que tanto el monstruo de feria como Pete son dos posibles reflejos de su futuro.

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