sábado, 6 de marzo de 2021

La princesa de la Luna (1987)


A fuerza de verla ahí arriba y de saber de ella, la mayoría no fantaseará con una Luna misteriosa, aunque, quizá, todavía nos sorprenda su brillo los días llenos y su redondez máxima cuando se acorta la distancia que nos separa, pero ya no habrá monstruos ni bosques encantados, ni oasis, ni princesas selenitas ni deidades reinando sobre cráteres, piedras y mares lunares. En sus momentos de máximo resplandor prestado, alguien susurrará qué hermosa estás hoy, otro alguien pasará de largo bajo ella mientras quien, en lugar de vivirlo, intentará atrapar el instante, solo alcanzable, mágico y hermoso en la sensación que produce el momento mismo que nos recorre la superficie y bajo la piel, junto emociones en fuga que ni sensiblerías de escaparate ni máquina alguna podrán atrapar y reproducir. La Luna fue un misterio para la humanidad, incluso hoy, a pesar de la tecnología que ha posibilitado alunizajes y diversos estudios, todavía resulta desconocida para la gran mayoría, aunque ya no misteriosa. Pero, no hace tanto, quizá anteayer, el satélite era un enigma que, en su distancia tan cercana o en su cercanía distante, invitaba a fantasear leyendas que formaron y forman parte del folclore de las distintas culturas aparecidas y desaparecidas. La tuvieron presente en sus historias y cuentos, en sus mitos y leyendas, estaba ahí para alumbrar las noches oscuras o para indicar que quizá no estábamos solos en un espacio que resultaba y resulta un enigma mayor.


Fechado en el siglo X, El cuento del cortador de bambú es el relato más antiguo que se conserva de la literatura japonesa, un cuento popular que inspiró la poética versión animada de Isao Takahata —El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no monogatari, 2013)— y esta adaptación en imagen real de Kon Ichikawa, si puedo llamar imagen real al sueño que el más longevo de “El club de los cuatro caballeros” —nombre de la productora que fundó junto Keisuke Kinoshita, Masaki Kobayashi y Akira Kurosawa— quiso para La princesa de la Luna (Taketori Monogatari, 1987). Más que fantasía, el tono empleado por Ichikawa es onírico, y así parece que lo siente la madre (Ayako Wakao) terrestre de Kaya (Yasuko Sawaguchi) cuando pregunta si <<será que todos lo hemos soñado>>. Calderón título a una de sus obras más famosas La vida es sueño, no fue el único que a la existencia le atribuiría carácter onírico, uniendo ambas con un nexo que parece indisociable. Pero si la vida es sueño, ¿qué hay al despertar? ¿La Luna? ¿Nostalgia por lo soñado? ¿Deseo de soñar de nuevo? ¿Nada?


El inicio de La princesa de la Luna muestra algo tan real como las categorías sociales de la época, muestra el carruaje del monje imperial que ordena que no se detengan aunque alguien se cruce en su camino. Esto es importante para explicar la ambición del leñador interpretado por Toshiro Mifune, porque confirma la realidad de los de su clase —una campesina cae delante del transporte y, sin el menor miramiento, está apunto de ser arrollada—, de ahí que Taketori quiera escalar socialmente. Esa será su máxima preocupación después de encontrar a la criatura del bosque. Tras esta introducción, Ichikawa se acerca a la cabaña de la montaña para presentar al matrimonio protagonista: Taketori y Tayoshime. Lo muestra afligido por la muerte de su hija de cinco años. Son pobres, no han podido pagar un médico, malviven de la recolección de bambú y de los tejidos de la mujer, en esos instantes inconsolable ante la pérdida. Pero algo extraño sucede —quizá de inmediato o puede que años después— la tierra se mueve, el cielo se enrojece y el bosque arde. La mujer y el hombre se asustan y este acude al lugar donde enterraron a su hija. Allí encuentra una caja de metal —descubrirá que se trata de oro tan puro como jamás se había visto en el reino—, con una recién nacida que crece ante sus ojos, hasta alcanzar los cinco años. Es la imagen de la hija, pero el matrimonio sabe que no puede ser, por los extraños ojos azules y la velocidad del crecimiento. Aún así, la madre necesita creer que lo es, lo necesita para calmar su dolor y ofrecer su amor, sentimiento que se convierte en uno de los ejes de un film que también incluye el romance entre dos jóvenes condenados a vivir separados por la distancia que separa sus orígenes. Kaya no es de origen divino, como sus padres terrestres creen ante la ausencia de una explicación lógica a la presencia de la niña que crece a velocidad inusitada y se convierta en la hermosa mujer que acabará recordado y comprendiendo que su naturaleza es extraterrestre y la reclama, que es niña de la Luna y, para Ichikawa, el sueño fallido que, aunque está realizado con sensibilidad y brotes de fantasía, parece confirmar que es tan imposible atrapar las emociones de un instante real como plasmar un sueño en la pantalla.



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