Amigos y colaboradores desde su etapa universitaria, Isao Takahata y Hayao Miyazaki fundaron en 1985 Studio Ghibli con la intención de realizar el cine de animación que les interesaba y, aunque Takahata fue menos prolífico que el más reconocido Miyazaki, encontramos en él a un maestro irrepetible e inimitable que internacionalizó la animación japonesa en series televisivas tan exitosas como Heidi (Alps no Shojo Heidi, 1974) y Marco (Haha o Tazunete Senzenri, 1976) pero sobre todo, alcanzó cotas magistrales en La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988) y El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no monogatari, 2013), su última película. En ambos largometrajes observamos el dolor, el amor y las ganas de vivir de sus jóvenes protagonistas durante sus experiencias: bélica la de los dos hermanos que en La tumba de las luciérnagas sufren las consecuencias de la guerra y fantasiosa la de "brote de bambú" durante la brevedad de libertad y alegría que desemboca en la imposibilidad que descubre durante su estancia en la capital del reino. Basado en un antiguo cuento japonés, este espléndido título cierra con brillantez la filmografía de un creador de excepcional sensibilidad, que en El cuento de la princesa Kaguya pintó (aunque no dibujó) la fantasía y la poesía con colores y trazos que evocan la delicadeza y la fantasía que brotan a partir de la magia que posibilita el encuentro entre el leñador y el brote de bambú que florece para dar vida a la minúscula princesa que, ante sus ojos, se transforma en el bebé que alegrará sus días y los de su mujer. Los tres son felices en el bosque donde la libertad y la plenitud iluminan el veloz crecimiento de la niña que saborea intensamente los pequeños placeres que encuentra en el medio natural. Pero su plenitud se rompe cuando el leñador y padre adoptivo ve la necesidad de ofrecerle una existencia que considera mejor, una existencia material que pretende adquirir con el oro que el tronco mágico le proporciona. Si bien su intención contempla y asume ser por la felicidad de su hija, el leñador no comprende que su decisión es fruto de su deseo de medrar y nada tiene que ver con aquello que precisa la princesa "brote de bambú", como la llaman los niños del bosque, quien solo necesita sentir el cariño con el que ha crecido y volar sin las ataduras sociales que la condicionarán avanzado el film. Con las dudas de la madre y el silencio de la hija, la familia se traslada a la capital del reino donde la alegría de El cuento de la princesa Kaguya se transforma en la melancolía de su protagonista, obligada por su amor y su fidelidad filial a acallar sus anhelos y a asumir como suya la visión material que obnubila a su padre, y que lo incapacita para ver más allá de su egoísmo. Takahata expone las situaciones con sutiliza, confiriendo a sus personajes las emociones que los hace reales y al tiempo mágicos, seres emocionales y sensibles que conectan con nosotros para llevarnos a un mundo de fantasía, pero también a un mundo donde la imposibilidad se hace más y más grande.
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