domingo, 7 de marzo de 2021

Una canta, otra no (1976)


La vida no es maravillosa, ni bella, ni horrible, ni justa ni injusta. Es vida, así de sencillo, si lo dudan, vayan y pregúntenle a una rana, a una cucaracha o a un roble, y verán que viven y que no adjetivan sus respuestas, ni dicen que la vida es tal o cual... Su existencia es un instante más o menos efímero según el caso, condicionado por sus naturalezas vivas y por las condiciones del medio con el que se comunican y en el que son. Todo lo demás, no deja de ser circunstancias y estímulos de los momentos en los que se es. Pero si le preguntan a humanos, es probable que acompañen “vida” con adjetivos que dependerán de la percepción de quién y cómo los experimente, los disfrute o los sufra en tiempos determinados y a partir de condiciones e impresiones de vida. De modo que de poco vale la cantinela la vida es bella, si alguien no la siente bella, o tampoco sirve “es un infierno” para alguien que no sufra miseria, dolor, esclavitud, rechazo... La vida, como vida, está desnuda y desprovista de absolutos y así, tal cual, se va vistiendo en sus variantes y variables, en la toma de conciencia, en sus distintas formas, en emociones y necesidades, las del <<yo soy yo y mi circunstancia>>, aunque, a veces, el <<yo>> pasa a ser <<nosotros o nosotras>> y <<nuestras circunstancias>>... Y así, despojada de todo adorno que induzca a engaño, asoma la vida en las películas de Agnès Varda. Asoma en imágenes o fragmentos de instantes que detallan hechos, emociones, sensaciones, conciencias. La cineasta no precisa ni busca convencer al público, capta y expresa la situación que viven sus personajes o como ella siente que la viven, sea Cleo o las dos mujeres de Le Bonheur (1964). Doce años después de este largometraje, Varda regresaba al cine de ficción y retomaba modelos femeninos, en este caso, son dos mujeres y dos situaciones diferentes, para realizar un film social y feminista que se posiciona sin disimulo y señala la situación de las protagonistas que, siendo dos <<yo>> distintos, son un <<nosotras>> que buscan lo mismo: liberarse para ser y decidir en plenitud qué hacer con sus vidas y con sus cuerpos. Varda muestra a sus dos protagonistas caminando hacia un mismo objetivo: la emancipación y la plenitud de derechos femeninos en un entorno, patriarcal e hipócrita, que las somete e intenta indicarles cuál es el camino a seguir, sin contar con las necesidades de quien camina por él.



Los primeros minutos de Una canta, otra no (L’une chante, l’autre pas, 1976) se desarrollan en 1962 e introducen la relación de Pomme (Valérie Mouiresse) y Suzanne (Thérèse Liotard). La muestra diferentes. La primera es una adolescente de diecisiete años, estudiante de instituto, mientras que la segunda tiene veintidós y es madre soltera, de una niña y de un niño, y vuelve a estar embarazada, lo que supone un problema para ella. Suzanne vive con un fotógrafo, el padre de sus hijos, y casado con otra mujer, que se ve superado porque no logra vender sus fotografías artísticas, imposibilidad que depara que no tengan dinero para mantener a la familia. Esta situación de miseria provoca que Suzanne se plantee abortar en un país donde se condena el aborto, ya que en 1962 era un acto penado por la ley, indiferente a cuestiones de justicia o injusticia moral; de modo que es el propio sistema (y la hipocresía que lo respalda) el que reduce las opciones de la joven, a quien solo le queda escoger entre el hambre, el suicidio o la opción clandestina. Y escoge esta última. Pomme decide ayudarla cuando Suzanne se decide y, para ello, le entrega los mil francos que le ha pedido a sus padres, a quienes oculta el motivo, pues supone que su origen burgués no les permitiría entenderlo. Tras esto se queda cuidando de los hijos de su amiga mientras dure la intervención, posiblemente una que pueda poner su salud en peligro.



El panorama expuesto por Varda no solo es asfixiante para Suzanne o Pomme, que decide independizarse tras discutir con sus padres —cuando descubren que les había mentido en el para qué era el dinero—, también lo es para el fotógrafo, incapaz de sacar adelante su negocio y a su familia. Su situación precipita su rendición, que resulta chocante por el impacto y la crudeza con la que se determina (y la muestra la cineasta), pero también porque esa rendición encuentra su opuesto en la lucha que emprenden ambas protagonistas, aunque lo hacen por caminos separados que, una década después, vuelven a cruzarse por un instante que nos permite conocer el pasado y el presente en el que Suzanne trabaja de asistenta social —ayudando con su experiencia a mujeres en situaciones familiares complicadas—, y Pomme actúa, canta, vive siguiendo sus propias normas, se enamora y continúa su actividad feminista hasta que decide acompañar a su novio a Irán, donde, poco a poco, se descubre sin aire, apresada en un espacio contrario a la libertad que persigue desde que asoma en la pantalla por primera vez.




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