jueves, 3 de septiembre de 2020

Le Bonheur (1964)

La felicidad permanente, sin altibajos, es una mezcla de autoengaño y engaño, de dormir sin miedo al desvelo, sin conflicto, sin pesadillas, sin reconocer las diversas mentiras que sostienen la ilusión de que la dicha permanecerá inalterable, infinita. Los girasoles viven felices en su fugaz comunión con la luz y sol. Sea real o figurada, hay felicidad en ellos. Posiblemente, Van Gogh la sentía cuando pintó los suyos en Arlés. Fue su época de amarillos, verdes, rojos vivos, del colorido que Agnès Varda hace suyo y prioriza en las ropas, en los objetos o en los fundidos de Le Bonheur (1964). La fotografía de su primer largometraje en color, de influencias impresionistas, desprende vitalidad estival y luminosa. La capta en campos y flores que contagian su plenitud a un matrimonio que vive su feliz jornada dominical campestre. Es un instante de sensaciones y emociones dichosas, un momento que, de manera inconsciente, la mente humana reconoce y cataloga "feliz" sin necesidad de expresarlo. A veces, las más despiertas y escépticas, no creo que sea el caso de la pareja, llegan a conclusiones y determinan que unos son más especiales que otros y que en la naturaleza humana no se encuentra el gen de la felicidad plena, ni la posibilidad de ser feliz más allá del momento que, inevitablemente, desaparecerá para dejar su lugar a otro y, a su vez, este será reemplazado por similares o distintos. Esto no sucede con la pareja que camina con sus dos hijos, quizá ellos creen o piensen en la felicidad, en su prolongación en cualquier realidad mundana. Pero la idea de la felicidad e infelicidad caminan de la mano, se intercalan o transitan paralelas, lo hacen para existir en la brevedad del gozo y del llanto. Existen en su esencia caduca y, lejos de lo efímero, serían el sueño de un abstracto condenado a dejar su lugar a sucesivos conceptos igual de difusos. La dicha da paso a la decepción; la aflicción, a su vez, dejará su lugar a emociones de mayor o menor brillo, alegrías y tristezas que también se perderán, parafraseando al angustiado replicante de Blade Runner (Ridley Scott, 1984), como lágrimas en la lluvia. La imagen difuminada de la familia Chevalier, acercándose, y la imagen de otra, alejándose, podrían ser la misma, aunque su sentido opuesto las sitúa en dos momentos distantes, aunque quizá no tan lejanos como el inicio y el final, su situación en la película, sino como la continuidad del primer momento. Digo podrían ser la misma, incluso la mujer podría serlo, ya que, excepto por el color del jersey (rojo/amarillo), ¿quién me dice que la familia ha mutado?



Entre los extremos, cercanos, que abren y cierran el film, Agnès Varda muestra momentos y detalles, presta su atención a objetos y flores, a letreros y mensajes que podemos interpretar como parte de las experiencias del triángulo que se está formando. Las imágenes muestran el amor, el nacimiento de un triángulo amoroso, su fin y un reinicio, igual que el original. Apenas nada ha cambiado, en realidad, nada lo ha hecho, salvo una vida que se pierde y otra que la sustituye. La cineasta se niega a juzgar lo que muestra, lo expone y, para ello, prima el cromatismo, la plasticidad, vitalidad del momento y la interpretación que nosotros queramos darle a los hechos y a la felicidad: en qué consiste, si existe en la ilusión o en el egoísmo, en la ignorancia y desconocimiento. Varda crea su propia obra impresionista, capta la esencia y captura las sensaciones, sin juzgar comportamientos; de hecho, prescinde de culpas y de culpables. Se limita a recorrer el verano del matrimonio y el de los amantes, el de su felicidad y el del engaño, el de una promesa imposible de dicha sin final. Las imágenes que abren y cierran La felicidad se desarrollan en el bosque donde François Chevalier (Jean-Claude Drouot) comparte la felicidad con sus dos hijos y con dos mujeres distintas, aunque, de forma inconsciente, solo comparte o impone su idea de felicidad, puesto que le es indiferente que en la primera escena sea Thérèse (Claire Drouot) y en la última sea Émilie (Marie-France Boyer) quienes le proporcionen la sensación de familia y de plenitud de la que habla, una plenitud que no resulta igual para todos los implicados. Entremedias, se produce la infidelidad, la aceptación de la misma o el cambio que nada cambia en la monotonía del protagonista, ya que ambas imágenes femeninas remiten a la idea de François, obedecen a su bienestar. Aunque en todo momento habla de sinceridad, tarda en sincerarse con Thérèse y, cuando lo hace en otro domingo campestre, se produce el accidente o suicidio que coloca a Emilie en lugar de aquella. Nada ha variado, todo sigue igual y la felicidad continúa su marcha... 

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