¿Qué es locura? ¿Y qué cordura? ¿Dónde se encuentran sus límites? ¿Y quien los establece o determina? ¿La ciencia? ¿Los criterios de un momento que ha olvidado los ya pasados y que no comprende o no puede ver los que se avecinan? ¿El colectivo sobre el individuo? ¿O sencillamente se trata del pensamiento disonante de este respecto a la uniformidad grupal? Sea lo que sea, si existe o no, los protagonistas de Werner Herzog no son locos ni cuerdos, quizá parezcan lo primero porque son tipos singulares que escapan a lo convencional. Quizá vivan en el límite entre lo uno y lo otro, una zona adecuada para soñadores y rebeldes, aunque ambos son el mismo tipo, pues ¿qué soñador no se rebela o qué rebelde no sueña su rebelión? Y en esa zona viven las películas de Herzog, por ese motivo expresar que una película suya es extraña sería quedarse en la superficie, el lugar común de la comodidad, para las cómodas y cómodos, para la mayoría. Dudo que sus películas sean extrañas, acaso singulares y provocadoras, singularidad y provocación que, como buen romántico, le son propias. Suena a tópico o a escurrir el bulto, pero, si nos fijamos en su trayectoria profesional y vital, es una realidad incontestable, pues ambas están estrechamente ligadas. De hecho, es probable que no haya una separación determinada entre el hombre, el poeta y el cineasta.
El cine de Herzog es una declaración de su personalidad, de una interioridad creativa y aventurera, un poco desmedida, que no loca, que transita por distintos espacios en busca de lo imposible. En También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970) recoge el tono formal de Signos de vida (Lebenszeichen, 1968) y lo lleva a las Islas Canarias, donde da dos pasos más hacia la conquista de un cine diferente
—uno es este, el otro Fata Morgana (1968-1970), que en parte se filmó en el Sahara—, clave en el desarrollo del nuevo cine alemán que nace a finales de la década de 1960, y siguiente, con Schlöndorff, Fassbinder, Wenders o el propio Herzog, quizá uno de los cineastas más osados y atípicos en cuanto a llevar emociones, sueños y vida a la pantalla. Ahora no se trata de tres soldados alemanes y una mujer griega aislados en un viejo castillo de una isla del Egeo durante un tiempo que se supone transcurre en la Segunda Guerra Mundial, pero que lo transciende, sino de un grupo de enanos, igual de aislados en el espacio-tiempo, que se rebelan para reivindicarse, para soñar anarquía y crecer libres. Su ansia de juego, de reirse de todo y de todos es al tiempo destructiva, caótica, y anárquica, también liberadora. Viven el instante sin normas, lo que parece indicar que nunca han sido libres hasta entonces, pero también apunta un lado oscuro del caos, quizá el terror antes de un nuevo orden igual de terrorífico. Es el radical Cero en conducta (Zéro de conduite, Jean Vigo, 1933) de Herzog, la rebeldía que rompe el orden y permite a Herzog apartarse de cualquier tipo de cine convencional, como si dejase que el enano que todos llevamos dentro se rebele para dar forma a una película cuya propia anarquía imposibilita el etiquetado, el de ubicarla dentro de un género o de un marco cinematográfico que no sea entre el orden y el desorden.
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