jueves, 4 de marzo de 2021

Cuatro de infantería (1930)

El mundo nunca había visto ni sufrido una guerra como aquella, cuya destrucción no se limitaba a un campo de batalla determinado. Su área de combate se extendió por tierras europeas, más allá de las trincheras y de lo esperado, afectando a la población civil. Adiós a la seguridad del hogar y al mito de guerras románticas, pues, en la nueva realidad bélica, los civiles sufrían fuego de artillería (que caía sobre las poblaciones próximas al frente), soledad e insolidaridad, hambre y especulación, abandono, miseria, que afectaban sin distinción de sexo ni edad. Mientras, en la carnicería del frente, los soldados vivían su agonía en una macabra espera que intentaban paliar confraternizando con muchachas de los pueblos de retaguardia o con la camaradería y la solidaridad entre iguales. Los lazos entre los soldados se forjaron en la cotidianidad de alambre, barro, fuego, sangre; se fortalecieron en el reconocimiento y la cercanía, para arroparles en aquella guerra que se prolongó durante cuatro años y que sería conocida entre los contemporáneos como la Gran Guerra (1914-1918). La hasta entonces guerra de las guerras superó cualquier expectativa de destrucción. Los muertos se contaron por millones y, por ello, los más ilusos y humanistas supusieron que sería la última. Erraron, solo había sido la primera que apuntaba la inhumanidad y la capacidad de destrucción en la era tecnológica. Las armas nunca habían sido tan potentes ni tan destructivas, la ciencia, su uso militar, había ayudado con carros blindados, lanzallamas, gases tóxicos, ametralladoras, cañones de largo alcance, obuses y demás metralla. Por aquel entonces, Georg Wilhelm Pabst vivía la guerra encerrado en un campo de prisioneros. No fue una experiencia grata, pero le mantuvo apartado del frente y de la retaguardia que años después serían protagonistas en Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930). Con anterioridad a esta magistral muestra antibelicista, el cine de Pabst había destacado por un intento de conjugar realismo y psicología, de los personajes y de su época. Dicha intención, entre realista, humanista y social, encontró su máxima expresión audiovisual en Camaradería/Carbón (Kameradschaft, 1931); y en Cuatro de infantería apunta alto, mucho, tanto que alcanza una de las cimas del cine antibelicista de entreguerras. Marcó un antes y un después para el género bélico en general, gracias a la humanidad y veracidad que logra recrear y captar tanto en el frente como en la retaguardia. Su combinación de realismo y subjetividad —a la par, incluso puede que superior, de sus contemporáneas Sin novedad en el frente (All Quiet in the Westfront, Lewis Milestone, 1930) y Las cruces de madera (Les croix du bois, Raymond Bernard, 1932)— recorre las trincheras hasta el ataque final, de tal brutalidad que enloquece al teniente (Claus Clausen).



En Cuatro de infantería, Pabst no solo se refiere al pasado de la Gran Guerra, sino al porvenir, de ahí que cierren su discurso con un <<Ende?!>>, que exclama e interroga a la sociedad, a las naciones y a sus gobiernos después de exponer la locura y la destrucción del conflicto armado. Su barbarie. Alcohol, barro, derrumbes, fuego sobre las propias líneas, hambre —el rancho de la tropa difiere del plato que degusta la oficialidad—, o cruces de madera cuya manufacturación no cesa en su aumento, forman parte de la cotidianidad en el frente occidental donde Pabst desarrolla gran parte de la acción. No es el paraíso de honor, gloria y patria que festejaban los beligerantes de todos los bandos los primeros días, ya lejanos, de vítores y promesas de heroicidad, pero después de cuatro años, ¿cuántos héroes quedan por enterrar? Karl (Gustav Diessl) podría responder que no existen héroes en las trincheras, que hay camaradas a los que dejará durante unas semanas, pues, tras más de dieciocho meses en el frente, recibe su permiso. Tras una primera parte en la que se muestra la amistad entre los soldados, el romance del estudiante (Hans-Joachim Moebis) y la muchacha francesa (Jackie Monnier), la rutina o la evasión de la misma, Cuatro de infantería abandona el frente y se centra en el regreso de Karl al hogar. Lo hace con la ilusión de sorprender a su mujer (Hanna Hoessrich) —y vaya si lo hace, pues la sorpresa también la recibe él—; regresa con la mochila cargada de paquetes (café y alimentos varios) que les entregan a los soldados de permiso, para que los civiles vean opulencia —y no caigan en el derrotismo que ya se observa en las largas y lentas colas que aguardan por alimentos que escasean o que los especuladores venden en el mercado negro. El soldado la descubre en la cama, con un joven que al día siguiente será movilizado. En ese instante, ¿quién puede decir qué  pensamiento pasa por la mente del recién llegado? ¿De muerte, de la que ya está casado? ¿De decepción e impotencia, si ya son sus compañeras? ¿Y por la de los amantes ocasionales? ¿De temor? ¿De culpa? Ella se muestra avergonzada, pero no siente culpabilidad. ¿Por qué iba a sentirla? No fue la responsable de la guerra, acaso otra de sus numerosas víctimas, aunque una diferente a las manos muertas que, quizá pertenezcan al estudiante, la cámara encuadra. Como pidiendo auxilio o clamando al cielo, sobresalen en el fango cuando, ya de regreso a las trincheras sin mirar atrás, para darle sepultura, Karl, junto al “bávaro” (Fritz Kampers), arroja tierra sobre ellas, desde la distancia de un parapeto que apenas les protege, durante la misión a la que se ha presentado voluntario, y su amigo lo acompaña, porque eso hace un camarada.



No hay comentarios:

Publicar un comentario