Solo tengo una partida y la juego con cartas marcadas, alguna a estrenar. Pero, en todo caso, son las que me tocan, las que debo manejar. Aunque se supone que de mí depende su empleo, me venden los charlatanes, no siempre son mi elección. Solo es mi turno, apurado por las circunstancias que me atrapan, me empujan y me roban alegría y desorden. La banca gana no por hacer trampas, sino porque roba libertad. Si voy sobre seguro o si me marco un farol, ¿qué diferencia hay? Suelo preferir lo segundo, aunque dudo que siquiera haga lo primero, pues ¿cuál es el significado de seguridad, cuando también interviene el azar, el imprevisto que se presenta y la mano con la que a veces no se puede lidiar, ante la que solo queda serpentear y escapar antes de que ahogue?
La mesa de juego es la situación temporal y emocional a la que he llegado sin pedirlo y de la que saldré sin mi permiso. Mas ese tiempo en fuga, imposible de abarcar y de atrapar, no es condena, aunque a veces parezca una prisión de monotonía, malestar y tedio. Solo son la sucesión desordenada de momentos pasajeros que se acumulan y se confunden mientras unos llegan y otros desaparecen; bazas de temores y esperanzas, de alegrías en tránsito menguante y frustraciones en creciente, de espera y acciones que a menudo depararán la sensación de no caminar hacia ninguna parte. De haber perdido rostros e ilusiones que ya solo permanecen en los sueños. Pero se continua andando y soñando, a menudo sin rumbo, quizá sea un sonámbulo o un zombi, quizá ya un jugador que no sabe qué carta jugar porque apenas quedan en la baraja. ¿Un as? ¿Un comodín? ¿Para qué los querría? Es mi mano, mi momento que se consume, y, aunque sorprenda en su incomprensión, lo juego no para ganar, sino para sentir que puedo y no puedo, que dudo como buenamente quiero, que quiero y querré, pues en eso consiste el juego, en dudar y aspirar, querer y amar, en caminar por espejismos y posibilidades, tal vez por la inmovilidad de un movimiento que nadie logra abarcar en su complejidad…
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