martes, 23 de abril de 2024

Lo imposible (2012)

En la ficción cinematográfica, en la que todo cuanto vemos en pantalla es representación y montaje, ¿qué es real? Habría que definir “real” para llegar a un consenso que permitiese una respuesta convincente y satisfactoria. Pero dudo que fuese necesario llegar a tal punto, pues a nadie escapa que un film está preparado de antemano, incluso la capacidad de emocionar, y que su “realidad” es cinematográfica: una reproducción de la original o, dicho de otro modo, su falsificación. Entonces, ¿por qué insistir que una película está “basada en una historia real”? ¿El motivo de insistir en el “basado en hechos reales” responde a una intención de despertar la curiosidad y la morbosidad? ¿Es un intento de informar, de condicionar o captar la atención del público? El motivo se me escapa a medias, pues en parte encuentra respuesta en la industria y parte el “mirón” que Hitchcock comprendió que existía a este lado de la pantalla: el público. El cineasta británico lo era y lo aceptó como parte de la cotidianidad y excepcionalidad humana, la real y la inventada para el cine, al menos para el suyo, que parece estar obsesionado con mirar la vida de los otros. Él también tomó de la realidad para hacer un film como Psicosis (Psycho, 1960), pero no vio la necesidad de presumir en los créditos que su historia, su Norman Bates, se basaba en Ed Gein, aunque sí había presumido de la inspiración real en Falso culpable (The Wrong Man, 1958). Y lo hizo en persona, consciente de estar condicionando…

Se antoja innecesario decir que los hechos reales se viven en presente y también que el cine solo puede recrearlos a posteriori. Ahí, en la representación, se crea e inventa. El resultado puede entretener, inquietar o aportar ideas y verdades sobre las que reflexionar u ofrecer cualquier otra cosa, incluso un despropósito. El cine, al igual que sucede con los recuerdos en la memoria, no es la realidad pasada, la que supuestamente cuenta durante su metraje una película basada en hechos reales. Y como la memoria, también reproduce una idea de lo sucedido, de lo que se recuerda que sucedió, la que mejor sirve a sus intereses. Cuando se decide rememorarlo o, en cine, llevarlo a la pantalla, el hecho ya aconteció. Lo que se ve proyectado está filtrado por la subjetividad que lo contempla (y rellena para dar forma a una nueva realidad) y, con anterioridad, por quienes han realizado el espectáculo cinematográfico. Entonces, ¿significa algo ese “basado en una historia verdadera” en cine? No mucho o tal vez demasiado, si pienso en que despierta la curiosidad del público, ávido de emociones que supone fuertes en la pantalla. El cine de catástrofes, el de terror, el de ciencia-ficción, el bélico o el de acción prometen ese tipo de impresiones; el basado en historias reales, también, puesto que suelen mostrarse en la excepcionalidad, no en lo cotidiano. Y Lo imposible (2012), que incluyo en el primer y último género, las ofrece ya al apuntar que lo que va a mostrar son hechos reales, centrándose en las vivencias de una familia cinematográfica que se inspira en una real.

Parto de que toda representación remite a la invención y está crea lo necesario para representar su historia. La mayoría de las veces acercando personajes y público a través de la acción, del impacto, de la manipulación emocional, de la inmediatez que impide la reflexión y potencia la comunión del espectador con los héroes y heroínas con los que inevitablemente simpatiza. Más o menos, eso es lo que ofrece Juan Antonio Bayona: inmediatez, impacto, comunión con los personajes y representación del hecho que le inspira. Lo hace desde una perspectiva que obedece a un tipo de cine concreto: el hollywoodiense. Si no, ¿por qué centrarse en una familia con final feliz y no una con final trágico y mortal? En el cine de Hollywood, aunque la película sea una producción española, se prioriza que el público no salga con mal sabor de boca de las salas. No sería bueno para el negocio y Lo imposible se ajusta a un producto vendible, que no difiere demasiado del cine de catástrofes de ficción tipo Un pueblo llamado Dante’s Peak (Dante’s Peak, Roger Donaldson, 1995). A simple vista, el cine de catástrofes se pone a favor de lo humano, aunque emplee tecnología y le conceda el protagonismo; muestra la destrucción, que parece atraer al público a las salas, el afán de superación y la lucha por la vida: desata el instinto de supervivencia, pero sin perder la conciencia de ser moral. Se priorizan las características humanas positivas: altruismo, colaboración, resistencia,… hasta que finalmente se alcanza la victoria humana sobre la naturaleza o la ciencia destructivas. En películas así, siempre hay víctimas, pero, para el cien, son secundarias; apenas interesan, pues la atención recae en el drama principal, en este caso concreto en la familia que ha llegado a la costa tailandesa para pasar sus vacaciones lejos de los ajetreos de la vida laboral y cotidiana.

Para el negocio del espectáculo cinematográfico, es mejor personificar y señalar, acercar los personajes, hacerlos conocidos en su intimidad superficial. Y ya si estos están interpretados por estrellas, su acercamiento sería máximo. Así, su reparto con actores y actrices de fama internacional, Naomi Watts y Ewan McGregor, llama al público, pero existe otro aliciente que atrae: la realidad anunciada, que promete, se supone y se quiere emotiva. Algo así como la felicidad del reencuentro y la vida tras el sufrimiento y la idea de muerte, la angustia la separación, la incertidumbre. Ignoro los motivos que llevan a decantarse por esto o aquello, pero Bayona apuesta por lo suyo, que es hacer un cine al estilo Hollywood, como corrobora no solo el estilo, con un acabado de lujo: fotografía, montaje, partitura, el reparto internacional encabezado por dos estrellas y una que ha llegado a serlo gracias a su protagonismo en Spiderman y su participación en el llamado “Universo Marvel”, del que no se sabe si es finito o va a continuar hasta que el cine se muera. Pero el resultado tiene sus aciertos en parte de su narración, sobre todo la relacionada con la supervivencia de Lucas (Tom Holland) y María (Naomi Watts), un acierto que se va perdiendo a medida que el metraje avanza y la insistencia de Bayona de guiar la emotividad del público se agudiza en el uso de la música y en el casi obligarte a sentir que estás ante una película de gran sensibilidad y sentimientos. No sé, seré un villano entre la masa y el llanto de felicidad que cierra la película, pero esta me pierde en su segunda mitad y ya definitivamente en su conclusión, quizá la parte más insistente y manipuladora. Bayona no pretende relatar la catástrofe natural, devastadora, mortal, trágica, que sacudió el sudeste asiático en 2004, y que el mundo conoció en su práctica inmediatez a través de los medios de comunicación internacional, sino el “milagro” particular de la familia occidental en la que centra su atención exclusiva. Su cine es optimista; se aleja de la realidad para que venza el mensaje positivo, el que mejor ha sabido vender en el cine comercial y el suyo propio. Ha insistido en ello en Un monstruo viene a verme (2016) y en La sociedad de la nieve (2023). Lo que me lleva a pensar que Bayona, cuya indudable capacidad cinematográfica no niego, tiene un discurso que, a mí entender, resulta más simple, manipulador, pero, ¿qué discurso no manipula o no tiene la intención de hacerlo?



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