sábado, 27 de abril de 2024

Magnolia (1999)


La idea de estar conectados no es nueva, más bien surge en el origen social de las primeras comunidades. En cine, esa conexión asoma no en pocas películas, siendo, en muchas ocasiones, un objeto el que establece el nexo entre personajes que quizá nunca lleguen a encontrarse o a conocerse: un rifle en Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), unos pendientes en Madame de… (Max Ophüls, 1953) o un billete falso en El dinero (L’argent, Robert Bresson, 1983), por citar tres ejemplos al que añadiré un cuarto: la televisión en Magnolia (1999), símbolo de la soledad y el aislamiento humano en la era de la inmediatez, la publicidad y el espectáculo. ¿Cuántos solitarios conectados y distanciados por un mismo instante televisivo? Tras el éxito de Boogie Nights (1997), Sydney (Hard Eight, 1995), su primer largometraje, había pasado desapercibida para el gran público, Paul Thomas Anderson estrenó Magnolia, que fue la película que lo confirmaba como uno de los mejores cineastas estadounidenses de finales de la década de 1990. El resultado aventuraba un futuro prometedor que, ya pasado, presente y todavía porvenir, no ha decepcionado. Su filmografía se ha ido completando con grandes títulos como Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), Puro vicio (Inherent Vice, 2014) o El hilo invisible (Phantom Thread, 2017), pero, quizá, el más grande de todos sea esta danza elegante y vital que da sus pasos en la vida y en la proximidad de la muerte.



La “más grande”, ya no solo por sus tres horas de duración que no lastran, ni cansan, ni por su coralidad —a lo largo del metraje, maneja diez personajes principales—, que recuerda a las Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) de Robert Altman, sino por la complejidad de su planteamiento narrativo, compuesto por numerosas piezas perfectamente enlazadas, y la sencillez del resultado, por la riqueza y unidad audiovisual alcanzada gracias a la agilidad de la cámara, al montaje y a la banda sonora que acompaña a las imágenes que saltan de un personaje a otro para conectarlos y establecerlos dentro de un mismo entorno. Es una danza emotiva y envolvente de planos-secuencia, de primeros planos, de instantes que Anderson combina con soltura a lo largo las distintas historias, sentimientos y emociones que componen su Magnolia. Rebosa ritmo, movimiento, pausa, vida. Abre sus pétalos a la armonía y al desorden, a las emociones a flor de piel, al sufrimiento, a la soledad, a la búsqueda, a la culpabilidad que se agudiza en la agonía,… pero no lo hace con tristeza, sino como parte del ritmo vital. Vital, incluso en los momentos moribundos, Anderson da sus pasos por diversas emociones y aislamientos que buscan en las distancias, buscan perdón, redención, compañía, amor… una canción compartida, hilo invisible que, en su inconsciencia, también los conecta —igual que podría hacer una lluvia de ranas en la noche—. Sus personajes son realidades humanas, a partir de las cuales crea intimidad y espectáculo cinematográfico, dando forma a una magistral miscelánea de familia y relaciones fallidas, de padres e hijos, de carencias afectivas, de finales y de posibles inicios. Todo gira y avanza, sin que nadie pueda saber dónde alcanzan y estallan los traumas del pasado que golpean el presente que, aun en la soledad, conecta a los distintos rostros y espacios cinematográficos donde belleza y fealdad cohabitan, pues, allí donde miremos, en Magnolia pueden descubrirse ambas…




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