jueves, 18 de abril de 2024

El baile de los vampiros (1967)

Llevaba tres años afincado en Reino Unido, donde ya había rodado Repulsión (Repulsion, 1965) y Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), dos films protagonizados respectivamente por las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorleac. Eran películas psicológicas de espacios acotados y opresivos que, en apariencia, nada tenían que ver con la paródica El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers/The Dance of Vampires, 1967), su siguiente producción británica, cuyo éxito le posibilitaría el salto a la fama y la popularidad que aumentaría tras el estreno de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968). También sería su encuentro con Sharon Tate, de quien se enamoró y a quien cortejó. Pero esa es otra historia; la de una intimidad compartida por dos. No era la primera vez que el vampirismo se llevaba a la comedia; por ejemplo, Abbott y Costello ya se habían encontrado con el Drácula de Lugosi, pero Roman Polanski lo hizo más que parodiando el (sub)género. Lo hizo fijándose en los films de Terence Fisher para la Hammer y satirizándolos. La idea de Gérard Brach, su guionista habitual desde Repulsión hasta Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992), y de Polanski era usar los tópicos del cine de vampiros para hacer uno diferente, aunque no tanto; menos aun se distanciaba del cine de su autor, al introducir en él aspectos reconocibles a lo largo de su obra cinematográfica: violencia, negrura, sexualidad, vouyerismo… En una época en la que las tramas del cine de vampiros parecían condenadas a repetirse, Polanski repite, pero lo hace entretenido e incluso con momentos de gracia e inspiración, y atrae la atención del público mayoritario. Hasta entonces, había llamado la atención de la crítica, pero no había logrado un éxito comercial de la talla de El baile de los vampiros. Todavía hoy continúa siendo uno de los títulos más emblemáticos de su filmografía y de los más citados cuando se habla de Polanski, sin ser de lo mejor (ni lo peor) de su filmografía. Su incursión en la fría y nocturna Transilvania —en realidad, se rodó en Ortisei, Italia— posee atractivo suficiente, incluso momentos brillantes, pero Polanski, como demostraría con el cine de aventuras en Piratas (Pirates, 1984), acaba por perder el pulso a lo satírico, quizá porque mire más allá cuando la sátira, ya de por sí, mira más allá de su burla y de su gracia. Lo que sí queda claro es la maestría del polaco en el uso de los espacios cinematográficos, que parecen atrapar a sus héroes recién llegados: el profesor Abronsius (Jack MacGowran), apodado por sus colegas “el chiflado”, y su medroso ayudante Alfred (Polanski), cuya ingenuidad y torpeza irían a la par del empeño de su maestro por descubrir y demostrar la existencia de los vampiros. Podría decirse que se trata de un Quijote y un Sancho cazavampiros —quizá Polanski pretendiese hacer del cine de vampiros una caricatura similar a la hecha por Cervantes respecto a los libros de caballería y lograr la cumbre del género—, pero sería mucho decir. En todo caso, ninguno de los personajes que llegan a Transilvania viven en tránsito ni intercambian personalidades como lo hacen el hidalgo y el escudero, tampoco se encuentran con más historias que la del conde y la de la familia de la posada. Al profesor no le define el idealismo que empuja al manchego, ni el ingenio de Alfred vive de la sabiduría popular. Sumiso, el aprendíz; y con afán científico el maestro, llegan a la tierra de los vampiros como parte del estudio que el segundo lleva realizando, ¿quién sabe desde cuándo?, sobre esos no muertos que gustan de los bailes, que espantan la fría y nocturna monotonía en la que moran atrapados, y de beber sangre…



2 comentarios:

  1. Lo de “comedia divertida” es sólo la etiqueta colocada en su día para vender el producto. Quedarse ahí sería como conformarse con contemplar la fachada de un hermoso edificio gótico sin caer en la tentación de penetrar en su interior. Si lo hacemos con EL BAILE DE LOS VAMPIROS, quedaremos atrapados en el denso espacio de una película que consigue cautivar los sentidos, suspender nuestra voluntad crítica y anular la distancia que nos permitiría estudiar su mecanismo con la necesaria objetividad. Eso me ocurre cada vez que, como espectador, me dejo seducir por la belleza tétrica de sus imágenes, algunos travellings en el interior del castillo del Conde von Krolock y los cánticos desde la marmórea bañera de una Sharon Tate vampirizada.
    Lo cierto es que la película de Polanski logra traspasar con habilidad las fronteras que delimitan la parodia y llega a convertirse en la más "seria" y aguda reflexión sobre el género de vampiros, desvelando aspectos de su mitología ignorados o soslayados en anteriores tratamientos cinemato­gráficos (la insufrible soledad y el aburrimiento que presiden las largas veladas de invierno en la “no vida” de un vampiro, la inmunidad a los crucifijos de un vampiro judío, la homosexualidad, etc). Unos excelentes deco­rados, una cámara suntuosa y envolvente y una música de escalofriante inspiración y gran eficacia (debida al gran Krysztof Komeda) llegan a crear una atmósfe­ra gótica y pesadillesca que culmina en la aluci­nante secuencia del baile, verdadero hito del género terrorífico a pesar de la irrupción del humor en ella.
    Un saludo.

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    1. ¡Qué bueno, Teo! Gracias por compartir tu opinión. Creo que tu comentario es muy instructivo y anima a verla con otra perspectiva.
      Un saludo.

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