viernes, 19 de abril de 2024

El sabor del té verde con arroz (1952)

Historias de familia, historias cotidianas, urbanas y contemporáneas, historias de vecindario y de encuentros en barras de bares, historias estacionales, de primaveras tardías, de principios de verano o ya otoñales, historias crepusculares o equinocciales. En definitiva, el cine de Yasujiro Ozu nos sitúa frente a historias humanas a las que observa sin intención de intervenir ni de adulterar su transcurrir. Ozu contempla, pero ¿qué mira? ¿La superficie? ¿El interior? ¿Donde se posiciona y qué nos cuenta? ¿Qué busca y encuentra en la aparente quietud en la que se establece y filma a sus personajes en sus cotidianidades? Desde la calma, en la que nada y todo pasa, en la contención, Ozu mantiene la distancia respecto a sus personajes y al público. Respeta a ambos, y se sitúa equidistante para no invadir la intimidad de unos ni obligar a los otros a impresiones y emociones inmediatas, febriles y, por tanto, pasajeras. Deja que los movimientos y las palabras fluyan en aparente naturalidad, que sea esta la que marque el ritmo y la relación entre dos espacios situados en los extremos: el reflejado en la pantalla, sobre la que recrea sus historias cotidianas, y el que está al otro lado, la mente de quien observa y quizá descubra un universo emocional que late tras la aparente calma. Fijar la cámara, como si fuese parte del tiempo, y el uso del plano medio le posibilita esa distancia; no hay primeros planos de rostros. Ozu no es intrusista, capta en la media distancia, ni quiere insistir en emociones con la cercanía de su objetivo. Para él, existen otros modos de transmitir y de expresarse. No tiene que insistir en que algo está sucediendo, para que suceda; pues sucede. Y por eso no lo necesita. Sabe que siempre ocurre algo. Ese algo es la vida y, en esta, la mente no deja de funcionar; ni las sensaciones, ni los sentimientos ni las emociones, de condicionar los comportamientos humanos…

Así, consciente de ser, el cine de Ozu es y huye de lo visceral para situarse en el sosiego, aunque exista en sus personajes el desasosiego que acallan. Ozu es pacificador incluso en el conflicto que anida en los hombres y mujeres que asoman en sus películas; y esto es de agradecer, pues establece una zona en la que la calma posibilita la acción de observar, descubrir y reflexionar sobre ese mismo conflicto, ya sea generacional, personal, social o entre la tradición y la modernidad que asoma al inicio de El sabor del té verde con arroz (Ochazuke no aji, 1952), en la parte trasera del automóvil donde se sientan dos mujeres, tía y sobrina, que visten opuestos; la más joven, Setsuko (Keiko Tsushima), vestido de corte occidental; y la mayor, Taeko (Michiyo Kogure), kimono. Ambos atuendos apuntan dos mundos en uno: la modernidad, representada en la juventud y soltería de la joven, y la tradición que, quizá no por gusto, viste la tía. Para el Japón de 1952 son tiempos en los que la influencia occidental, sobre todo estadounidense, cohabita con la cultura tradicional, lo que también implica un choque no solo en aspectos como la vestimenta, sino también en las relaciones, entre ellas las matrimoniales; en el caso de la tía, le resulta insatisfactoria. El rol que asume como mujer de clase alta y entorno tradicional, al que se ve obligada por una sociedad patriarcal en extremo, la supedita al marido y esto le lleva a inventarse la mentira que le permita pasar un fin de semana entre amigas. En cierto modo, el engaño le permite liberarse. Ella considera que Mokichi (Shin Saburi), su marido, es un “tarugo”, alguien sin pizca de gracia y carente de inteligencia, ya no digamos atractivo o sofisticación, pero quizá pase por alto otros aspectos o no le conozca como cree; tal vez no le valore porque ignora que también él vive atrapado. ¿Queda amor en ese matrimonio o habría qué preguntar primero si alguna vez lo hubo? ¿Fue un matrimonio concertado por los padres de ambos o escogieron libremente? ¿Por qué no le dice la verdad? Acaso ¿no existe confianza? Lo cierto es que ella siente el cansancio y la desilusión de su matrimonio concertado. Nada encuentra en su marido que reavive la unión, si es que esta existió más allá del convenio que puso fin a su juventud, a su alegría. La juventud, la que todavía baña a Setsuko, cuya madre le ha escogido pretendiente, va quedando atrás para Taeko, que ahora vive en un tiempo de crisis en el que se plantea su (in)felicidad; quizá el momento que mejor permite conocer a alguien, incluso a uno mismo, tal vez. En el caso de Taeko y Mokichi, sí, pues es cuando Ozu les observa y nos los muestra tal como son en la media distancia en la que se puede intuir qué les preocupa. En esa distancia, el genial cineasta se expresa y huye de cualquier tipo de exhibicionismo…



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