viernes, 15 de marzo de 2024

El amargo deseo de la propiedad (1973)


La explosión demográfica no fue el único boom que trajo consigo el sedentarismo neolítico; también llegó el de la propiedad y con esta el deseo de poseer, pero era algo destinado a una minoría, lo que supuso si no el nacimiento de las élites, sí su asentamiento. Tiempo después, tras emular a otros pueblos, los romanos convirtieron la posesión en “arte” y los filósofos, desde Tomás de Aquino hasta John Locke y más, la trataron en sus teorías. Calvinismo, liberalismo, capitalismo, socialismo, comunismo, fascismo, conservadurismo, picaresca, publicidad, Adam Smith, Karl Marx, David Ricardo, la Quinta enmienda, el artículo 33… el letrero de la valla de la esquina y el carnicero de El amargo deseo de la propiedad (La propietà non è più un furto, Elio Petri, 1973), hablaron y hablan de la propiedad y la idea de poseer se fue democratizando hasta asentarse en la cotidianidad en la que se convirtió en motor existencial de todo el vecindario; ya fuese la propiedad privada en democracias como Estados Unidos, Holanda o Reino Unido, o propiedad estatal en totalitarismos como la Alemania nazi —Hitler mantuvo la propiedad privada, pero promulgó leyes para quitársela a los judíos y otras para controlar a las empresas alemanas— o la Unión de Repúblicas Socialistas, dictaduras que, en apariencia e ideologías, semejaban antagónicas, pero que en la práctica promulgaban leyes para convertir sus abusos de poder en usos de curso legal y, de paso, enriquecían a los miembros del partido, acercando la propiedad estatal a los bolsillos de sus mandamases. Esto viene a decir, simplificando mucho el asunto, que nadie estaba a salvo del deseo de propiedad, ni lo está, todos querían poseer y quieren. Y tal querencia es uno de los principales ejes sobre los que funciona la publicidad, el “sueño americano”, la “felicidad”, el robo, consecuencia inmediata de la propiedad, la idea de superioridad y este mundo en el que dormimos y soñamos con tener algo más. Pero resulta que ese algo más suele ser material o es poco frecuente encontrarse a alguien que aspire a “ser” mejor versión de sí mismo, cuando puede aspirar a “tener” un coche y un bolso más caro o un teléfono móvil de última generación. Quien más tenía, más quería; y quien no poseía, anhelaba tener. Así se desató la fiebre de la posesión que afectó a Chaplin en La quimera del oro (The Golden Rush, 1925) y al siglo XX, en el que se globalizó un estado febril contagioso que controlaba el cuerpo y la mente de sus poseídos sin que estos fuesen, quizá, conscientes de haber caído en la trampa que les hizo prisioneros de la necesidad de poseer…

Al inicio de El amargo deseo de la propiedad, título que cierra la lúcida trilogía de la neurosis rodada por Elio Petri —que escribió en colaboración de Ugo Pirro—, el personaje central, Total (Flavio Fulci), apunta que todos quieren tener más, pero que nadie puede tener más de lo que tiene. Y tal vez no le falte razón, al menos si se tiene en cuenta que se trata de un círculo vicioso y enfermizo, pues, una vez en posesión, la propiedad es de su tenencia, pasa a ser suya, lo que implica que quiera tener más. Siempre necesita tener más, lo cual provoca que nunca tenga lo suficiente y lo que realmente busca no pueda obtenerlo. Por ejemplo, la acumulación de bienes no acerca la inmortalidad deseada por el otro personaje central: el carnicero a quien da vida Ugo Tognazzi, cuyo personaje se ha enriquecido mediante la picaresca y el engaño. Posee un matadero clandestino, también es constructor y en su carnicería cobra por peso, pero nunca llega a los gramos que le pide la clientela y por los que cobra. Siempre da de menos, lo cual redunda en su beneficio. Al contrario que él, su antagonista no posee nada, incluso se ha despedido del banco donde trabajaba y donde le negaron un préstamo para vivir mejor, pues tal era la razón para pedir diez millones de liras. Su jefe le deja claro el motivo, el banco presta a quien tiene, no a quien carece de recursos, para esos está <<el monte de piedad>>, le dice tras haberle prestado al rico 400 millones. En ese momento, Total, harto de no tener nada, decide dejar su empleo y apoderarse de las posesiones del carnicero que ha visto ingresar billetes y más billetes. Esto le vale a Petri para abordar la propiedad desde la sátira, con un enfrentamiento entre quien tiene y quien no tiene, aunque este último empieza a poseer a partir de pequeños hurtos como el cuchillo, el sombrero, las joyas de Anita (Daria Nicolodi), la empleada y amante del carnicero, o mismamente la roba a ella, como si fuese una propiedad más del carnicero, pues este así lo piensa —en el personaje de Nicolodi se establece la idea de mujer-objeto-posesión—, quien aprovecha el robo de las joyas para estafar al seguro y así obtener más dinero. Mientras que las acciones del empresario persiguen la finalidad de obtener siempre más, las de Total responden a su intención de destruir la propiedad, que es el pilar del sistema, aunque, en ambos casos, la situación solo les depara mayor ansiedad. En medio de ellos, se encuentra el inspector, quien afirma, no sin lógica, que el robo, sin ley, sería derecho, pues solo se trataría de un medio, un trabajo, para la consecución de la propiedad, principio y fin del sistema. Aunque Total, en su delirio, piensa que <<la propiedad más que un robo es una enfermedad>> y solo ve la posibilidad de <<ser o tener>>, siendo para él imposible el equilibrio de ambas opciones.



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