martes, 26 de marzo de 2024

Walker (1987)

Las Influencias más evidentes de Walker (Alex Cox, 1987) provienen de Sam Peckinpah, pero su personaje principal podría encajar en un film de Werner Herzog, pues el William Walker a quien da vida Ed Harris se viste de libertador para emprende su conquista de lo imposible, guiado por una megalomanía o una locura que acaba emparentándolo en su afán a un Aguirre o a un Fitzcarraldo. Este personaje, inspirado en el real, se transforma en totalitario para llevar la doctrina Monroe (elaborada por John Quincy Adams en 1823) a su desquiciada expresión. En su afán, lo quiere todo y, para ello, traiciona sus principios y a cualquiera de sus socios, incluso al todopoderoso capitán Cornelius Vanderbilt (Peter Boyle), el magnate que le envía a Nicaragua con la misión de pacificar el país, pues la inestabilidad en la nación centroamericana está afectando a sus negocios. El naviero controla la ruta terrestre entre los dos océanos que bañan el continente y, para asegurar sus intereses, ve necesaria la intervención; el “America para los americanos” le licita, dicho de otro modo, le anima a ello, y su dinero le posibilita actuar sobre el terreno enviando a Walker y a sus “filibusteros”, un puñado de mercenarios, a cada cual más rufián que el anterior.


Más allá de la biografía cinematográfica, la cual solo es la excusa para introducir el tema, Walker es una sátira que toma la figura del mercenario estadounidense, que se autoproclama presidente de Nicaragua, para realizar una feroz crítica del reaganismo de la década de 1980, un periodo en el que Estados Unidos intervino activa y oficiosamente en varias zonas americanas allende sus fronteras. Por entonces, Ronald Reagan enviaba asesores y tropas para lograr aquello de “America para los americanos”, siendo los americanos un todo que en voz estadounidense solo se refería a ellos; pues, en su exacerbado patriotismo y anticomunismo, el líder republicano desviaba parte del presupuesto para “estabilizar” la zona y aumentar su radio de control. Dicho de otro modo, la política estadounidense abogaba por barrer aquello que le molestaba. Igual que en el siglo XIX, cuando Walker se apodera de la nación centroamericana, la Nicaragua de los ochenta era una zona estratégica y uno de los puntos de conflicto que Reagan quería resolver eliminando la amenaza comunista que para él significaba el Sandinismo, de ahí que su administración asesorase militarmente a la Contra, a la que apoyó material y económicamente —postura oficiosa satirizada años después en Barry Seal (America Made, Doug Liman, 2016)—. La intervención estadounidense es el eje central de Walker, de ahí que los anacronismos sean deliberados y constantes, para remitir a los años ochenta, aunque Alex Cox, a partir del guion firmado por Rudy Wurlitzer, la lleva al siglo XIX, a la figura de ese mercenario que decide imponer su desorden en un país donde la clase privilegiada inicialmente le apoya para no perder sus privilegios. Pero nadie es capaz de controlar a un visionario desquiciado, a alguien que decide imponer el inglés como lengua oficial o llevar la esclavitud para lograr mano de obra barata. Es evidente que Walker no representa la libertad que promete, sino que lleva su orden al caos, creando uno mayor…


Para saber más sobre William Walker:


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