Salta a la vista que la principal influencia en el guion de Sergio Amidei y Emilio Sanna, escrito a partir de la idea de Rodolfo Sonego, es kafkiana. Lo es en su propuesta, en su esencia y en su desarrollo, pues Detenido en espera de juicio (Detenito in attesa di giudizio, Nanny Loy, 1971) capta el sinsentido y la indefensión que Kafka viste de surrealismo en su novela El proceso, inverosimilitud que realza la verdad que encierra, y los hace suyos para agudizar la insignificancia y la tragicomedia del individuo frente al sistema y dentro de él. En la primera página del libro, Josef K. es arrestado sin saber porqué. Le asaltan en su cama, sin los pantalones puestos, digamos algo así que lo pillan en su desnudez. Vulnerable, desprotegido y desorientado, nada sabe de su delito; así que primero piensa que puede tratarse de una broma. ¿Qué otra cosa podría pensar, si no de una burla o de un error? Se trata de un hombre corriente, empleado de banca, que se iría a dormir la noche anterior con la confianza de que a la mañana siguiente sería un día más o quizá un día mejor. Pero su despertar no ha sido cotidiano, sino que ha despertado a una realidad hasta entonces invisible para él, dominada por fuerzas ajenas y desconocidas, incluso para los agentes que la hacen funcionar. Esas fuerzas empiezan a zarandearle de aquí para allá, desvelando que su existencia está atrapada en un sinsentido totalmente organizado que vulnera su individualidad, su libertad, su importancia. Desde esas primeras páginas, en las que un funcionario le informa de su detención, el protagonista de la novela está condenado a empequeñecer hasta desaparecer en un proceso que escapa a su comprensión; ya no digamos a su control, pues nada controla. Dicho sistema está compuesto por seres humanos igual de comunes que K., como sucede con los dos policías que lo detienen, que solo son <<humildes empleados que lo hacen funcionar>>, le dice Franz a su detenido, el cual inspira al que da vida Alberto Sordi en esta brutal sátira dirigida por Nanni Loy.
En una situación simular a la del personaje de Kafka se descubre a Giuseppe Di Noi (Alberto Sordi) en su regreso a Italia, su país natal, del cual ha estado ausente durante los últimos seis años. Regresa de Suecia, donde tiene una empresa de construcción que acaba de ser contratada para realizar una obra que ha de empezar en tres semanas, o perderá el contrato, y donde se ha casado con Ingrid (Elga Anderson). Son un matrimonio como cualquier otro bien avenido; tienen dos hijos y ahora pueden tomarse unos días de vacaciones para visitar la tierra de Giuseppe, que ella y los niños desconocen. Se siente orgulloso de regresar a su país, que considera el más bello del mundo, y mostrárselo a su familia. Nada sabe de lo que allí le aguarda, pues, como K., se siente protegido por el Estado de Derecho en el que confía y que seda cualquier posibilidad de duda y de temor en quienes se creen cumplidores con el mismo. Pero sus vacaciones se convertirán en su descenso al pozo y a los presidios italianos donde le despojan de todo su ser, desde su libertad a su cordura, y allí lo dejan, tras ordenarle desnudarse y meterle varias veces el dedo en el ano, para comprobar que en su agujero oscuro no lleva un supermercado o quizá un equipo de demolición. Nada hay de personal en ello, solo es una norma más de un sistema deshumanizado manejado por humanos y dirigido desde algún lugar al que los K., los Giuseppe y las Ingrid del mundo nunca tendrán acceso. Al ingenuo de Giuseppe lo van llevando de prisión en prisión, de norte a sur, recorriendo el absurdo de un sistema judicial que lo le permite comparecer ante el juez para demostrar su inocencia y el caos burocrático que no le informa ni le tiene en cuenta como persona. Primero omiten decirle el delito del que le acusan, lo arrestan sin más; después no le contestan quién era el hombre que dicen que ha matado sin premeditación; tampoco puede ver al juez de instrucción y, cuando este pide su comparecencia han transcurrido varías semanas. Pero la ilusión del momento, la del personaje de un magnífico Sordi que todavía cree en el sistema, y que este le dejara libre, se va al traste cuando el magistrado lo despide sin escucharle ni tomarle declaración, porque no tiene abogado. Así, Di Noi mientras regresa a su celda —escuchando de las bocas interesadas de los funcionarios de prisiones los nombres de distintos abogados que puede contratar— va hundiéndose sin remedio; pasa de la esperanza de que todo ha sido un malentendido al miedo, a la locura, a ser despojado de sí mismo, a no ser ni siquiera una sombra de quien era…
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