Prácticamente desmantelada, debido a la ocupación alemana, la industria cinematográfica francesa estaba bajo control de la censura. Varios de sus grandes cineastas (Jean Renoir, René Clair, Julien Duvivier…) estaban fuera del país, de modo que el cine francés parecía condenado. Pero no todo estaba perdido, por allí asomó como pudo el talento de Jacques Becker o Henri-Georges Clouzot y de un veterano, Marcel Carné que rodaría Los niños del Paraíso (Les enfants du paradise, 1943) en plena ocupación. Becker había sido ayudante de Jean Renoir en la década de 1930, desde La noche de la encrucijada (La nuit du carrefour, 1932) hasta La Marsellesa (La Marseillaise, 1938), lo que lo convertía en alumno, el más aventajado, del gran maestro que por entonces se encontraba exiliado en Estados Unidos. Con el tiempo, Becker seria de los mejores cineastas franceses. Suyas son Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947), París, bajos fondos (Casque d’Or, 1952), No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954) o La evasión (Le Trou, 1960), su ultima película, entre otras producciones que fue sumando a una filmografía entre la comedia, el cine negro y el realismo. Pero su primer largometraje de ficción en solitario, Dernier atout (1942), no es tan grande, aunque resulte un policiaco entretenido y paródico del género, hasta cae simpático. Rodado durante la ocupación, la trama propuesta por Becker escapa de la realidad mundana y se centra en dos cadetes aspirantes, empatados en puntuación, que deben resolver un crimen para obtener el puesto de oficial. Son dos tipos opuestos, Montès (George Rollin) y Clerence (Raymond Rouleau), más engreído en apariencia y manipulador en sus métodos que su compañero; pero ambos son diestros y de igual valía, como apunta que tengan que desempatar resolviendo el asesinato de un turista estadounidense, que resulta ser el enemigo público número uno, que había llegado a ese país imaginario donde se desarrolla la intriga; imaginario porque es un modo de establecer una distancia entre lo representado en la pantalla y el mundo real; dicho de otra manera, que nada de lo que se cuenta guarda relación con la realidad. La propuesta de Becker resulta escapista, por momentos entretenida y hasta ingeniosa, pero sin tensión ni drama. Su intriga deviene en desenfadada y, no en pocos momentos, cómica; toma los clichés del género, sobre todo del cine de Hollywood —pienso, por ejemplo, en La cena de los acusados (The Thin Man, W. S. Van Dyke, 1934) como uno de los modelos a seguir—, y enfrenta en competición dos posturas para resolver el crimen y, entre medias, introduce la figura de la mujer si no fatal, interpretada por Mireille Balin, sí obligada a llevar de compañera a la fatalidad…
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