lunes, 4 de marzo de 2024

La clase obrera va al paraíso (1971)

Ya lo apuntaban, respectivamente, Fritz Lang, René Clair y Charles Chaplin sin expresarlo a viva voz en Metrópolis (1927), ¡Viva la libertad! (À nous la liberté!, 1931) y Tiempos modernos (Modern Times, 1936). En las que vendrían a decir que el trabajo, las máquinas, la producción no liberan ni necesariamente significan progreso mientras su uso se priorice a la humanidad de los trabajadores, que son la base sobre la que hasta ahora ha descansado cualquier sistema económico. Visto desde la perspectiva de los tres cineastas, el trabajo, las máquinas y la producción esclavizan, incluso da la sensación de que los patronos quieren convertir a los trabajadores en robots; es decir, los quieren esclavos, aunque sea a cambio de un sueldo, pero que no corresponde con la exigencia laboral y existencial a la que son sometidos. Esta situación tensa la cuerda emocional y puede deparar estados de ansiedad, depresión y locura, pues, evidentemente, afectan el sistema nervioso de aquellos a quienes exprimen a destajo, <<con empeño, sin descanso y aprisa para concluir>>. No tienen en cuenta las necesidades físicas y psicológicas de sus operarios, ni como individuos ni como personas. Estos asoman en la pantalla como parte del engranaje que ha de funcionar el mayor número de horas y rendir al máximo para beneficio de los amos, nunca del propio trabajador, que acaba siendo un objeto que usar, exprimir y tirar. Un ejemplo claro sería la secuencia del trabajador prisionero del reloj que en Metrópolis ya ha perdido su capacidad de decidir y de vivir más allá de esa situación temporal-laboral en la que se encuentra atrapado; otro sería la cadena de montaje de la que forman parte los presos de la película de Clair. Pero, quizá, el más locuaz a la hora de mostrar el peligro al que se enfrenta el trabajador en el maquinismo sea Chaplin, cuando su personaje en Tiempos modernos es literalmente engullido por las máquinas.

Una de las conclusiones a la que llegan los tres cineastas podría ser que, mientras la producción se considere más importante que la clase obrera, el paraíso proletario habría que buscarlo en otro mundo, pues obviamente no está en este. Así lo ven también Ugo Pirro y Elio Petri, dos de los máximos representantes del cine político realizado en Italia en la década de 1970, un periodo convulso en el que la sombra del fascismo todavía era alargada, la lucha de clases una realidad de la calle y muchos italianos se preguntaban y cuestionaban sobre qué fue de las promesas de progreso tras la posguerra. El guion de Petri y Pirro se centra en el trabajador anónimo, podría ser cualquiera, aunque deciden que el protagonista de La clase obrera va al paraíso (La classe operaia va in paradiso, 1971) sea uno que labora el destajo —<<obra u ocupación que se ajusta por un tanto alzado, a diferencia de la que se hace a jornal>>— para beneficio de otros y por un plato de lentejas, pues <<trabaja para comer>>, como asegura Lulù Masa (Gian Maria Volonté). Teme perder el trabajo, acumula horas y horas extra de esfuerzo mal pagado, y se sitúa en el centro mismo de la neurosis que las imágenes, la actuación de Volonté y el fondo musical compuesto por Ennio Morricone hacen palpable. Su vida personal y su relación de pareja al lado de Lidia (Mariangela Melato) sufren las consecuencias; su salud mental se deteriora, puede que a imagen y semejanza de Militina (Salvo Randone), el veterano de la fábrica a quien Lulù visita en el sanatorio psiquiátrico donde el paciente parece más lúcido y sereno que su visita. Allí, Militina le muestra un artículo en el que aparece la foto de un chimpancé. El titular reza que se cree un hombre. <<Pobre animal>>, comenta Lulú, inconsciente de que él pueda ser como el chimpancé. Militina asegura que el dinero manda, que tanto los obreros como los ricos son esclavos del capital. Ambos se vuelven locos por él, unos por su falta y otros por su exceso. Solo un equilibrio podría solucionarlo, pero eso entra dentro de una utopía laboral y del constante enfrentamiento entre polos condenados a entenderse pero que nunca se entienden. Petri, en labores de dirección, borda el magisterio; lo logra porque no busca simpatizar ni que sus personajes resulten simpáticos al público. No pretende eso, busca constatar una situación y mostrarse crítico, doble cuestión que consigue gracias a su contundencia, a no esconderse ni a buscar adornos que minimicen el impacto de la situación expuesta en la pantalla sin reducir el conflicto entre la persona y su entorno laboral; más bien, nos lo impacta en la cara…



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