Contar con un buen reparto y con alguien que sepa manejar un espacio fílmico acotado por cuatro paredes, resulta fundamental a la hora de realizar un film que se desarrolla en el interior de una sala o de una casa y alejarlo de la teatralidad en la que podría incurrir la propuesta. Lo dicho es obvio, pero no es sencillo lograr que el conjunto funcione; al contrario. Los mejores ejemplos que me vienen a la mente de una habitación cinematográfica en la que se encierra a los personajes son Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, Sidney Lumet, 1956), en la que Lumet ofrece una lección de fluidez y tensión narrativa que encuentra en el hacer de sus actores una de sus mejores bazas; La soga (Rope, 1948) y La ventana indiscreta (The Raer Window, 1956), en las que Hitchcock juega con sus personajes para hacer lo propio con su público —en la segunda permite liberar la morbosa curiosidad de su protagonista, la suya propia y la del público mirando hacia el exterior, por esa ventana que da título a la película—; y El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1961), en la que Buñuel hace del encierro un asunto psicológico de primer orden, ya que desvela sin tapujos que el encierro no solo es físico, sino mental, el de un grupo atrapado en el miedo. Otros ejemplos, de modo distinto al de Buñuel también subversivos, los encuentro en la mansión donde Marco Ferreri ceba a sus personajes en La gran comilona (La Grande Bouffe, 1973) y en la casa de muñecas construida para que Jerry Lewis asuma y presuma de estar dentro de un decorado en El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961). En él, da rienda suelta a su cine, a su comedia y a su caos, pero ya se trata de un espacio de mayor amplitud. Más reducido es el que recuerdo de la sala donde Roman Polanski recrea la reunión de Un Dios salvaje (Carnage, 2011) y del escenario teatral donde desarrolla La Venus de las pieles (La Venus à la fourrure, 2013) —el director polaco ya había demostrado su maestría para abordar psicologías en los interiores de los edificios de La semilla del diablo (Rosmary’s baby, 1968) y El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), entre otros escenarios cerrados que asoman en buena parte de su obra—. En ellas, las actuaciones resultan acordes con la maestría de Polanski en el uso de la cámara, de los espacios cerrados y de la psicología de los personajes y su entorno. En todas las arriba nombradas existe un componente psicológico que se ve reforzado por la acotación espacial que también resulta esencial en La solución final (Conspiracy, 2001), un lujoso telefilm producido por la BBC y HBO en el que su director, Frank Pierson, contó con un reparto encabezado por Kenneth Branagh, Colin Firth y Stanley Tucci para representar las dos horas de una reunión que pasó a la Historia como el instante en el que se dio luz verde a una de las mayores aberraciones de la historia humana.
Al inicio de La solución final, el narrador introduce el marco espacio-temporal y los protagonistas: el año, 1942, el lugar, el lago Wannsee, en Berlín, el número de reunidos, quince. Poco después dice que <<en dos horas aquellos hombres cambiaron el mundo para siempre>>, lo cual no es del todo exacto, pues la decisión ya había sido tomada antes de la reunión presidida por Heydrich (Kenneth Branagh). Aquello solo era formalidad y una manera de comprobar hasta qué punto habría oposición a la hora de llevar a cabo lo que ya se estaba llevando a cabo en varias zonas conquistadas: el exterminio de judíos y otras etnias que Hitler y la ideología nazi consideraban un problema que hacer desaparecer en su totalidad y para siempre. Heydrich lo sabe. Llega a la mansión de Wannsee con ordenes precisas. Su misión es lograr unanimidad en dicha reunión, pero sobre todo establecer que no hay nada que discutir. Desde el primer instante, muestra quién está al mando. No es un burócrata como pueda serlo el efectivo Eichmann (Stanley Tucci), que se encuentra allí como el encargado de la organización del evento. Heydrich, de quien se murmura que tiene parte judía, informa de la política racial a seguir por el régimen en esa sala donde maneja el asunto, y a los reunidos, a su antojo —al ser el representante directo de Hitler— y sin el menor conflicto entre su pensamiento y el del mandamás nazi, pues, en realidad, el suyo se debe al de aquel. No le tiembla la voz ni cualquier otra característica física. Incluso se muestra amenazador, sin necesidad de levantar la voz o ser directo en sus amenazas. Allí, no se discute el qué, eso está establecido, ni tampoco el cómo, aunque en este punto se presentan los “peros” de algunos de sus invitados, aunque son “peros” que Heydrich deja para después de su discurso y continúa introduciendo su plan, que no es suyo, sino diseñado y establecido desde lo más alto del Reich. Lo que Pierson narra, a partir del guion de Loring Mandel —su último guion; llevaba desde 1984 sin escribir para el cine y la televisión—, no solo habla de lo que sucede en la sala donde se reúnen los quince hombres sin piedad alguna. En ese espacio donde se desarrolla la mayor parte del film se esboza la psicología e ideología nazi, así como una idea de lo que sucede fuera, y de lo que sucederá, en los territorios ocupados por los nazis donde las persecuciones, los ghettos y las matanzas no son teóricas, son el día a día…
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