El cine cubano de la década de 1960 nació de la necesidad de llevar a la pantalla las ideas de la Revolución. Esto implicó que, inicialmente, el recién nacido ICAIC se decantase por el cine documental o la ficción comprometida con las ideas revolucionarias y la propaganda ideológica, buscando acercar los hechos al público desde la nueva perspectiva oficial. Así mostraron historias de la revolución, como las tres que dan forma al primer largometraje de Tomás Gutiérrez Alea; aunque el cineasta consideraba que su primer largometraje era Las doce sillas (1962) porque Historias de la Revolución (1960) había sido un compromiso con el momento y con la propia historia. De modo que no pudo hacer un cine más personal y liberado de la seriedad y de la intención realista, pues Historias de la Revolución era un acercamiento a la realidad condicionado por el instante socio-político que se vivía en la isla. En 1962, Gutiérrez Alea haría su propia revolución cinematográfica, al dar un giro cómico que aligeraba las formas y llevaba la comedia al nuevo cine del país caribeño, un cine que vivió su momento de mayor esplendor en ese decenio de luchas, esperanzas y no pocas decepciones. Su cambio de registro y su intento de liberarse de la seriedad y del tipo de cine establecido hasta entonces por la situación política y social de aquellos primeros años, previos a la crisis de los misiles y el bloqueo estadounidense, fue un soplo de picaresca y sátira. Así, en su búsqueda de combinar el discurso revolucionario, que dominó en los primeros tiempos tras la revolución, con el propio, se decantó por adaptar la novela de Ilya Ilf y Eugene Petrov Las doce sillas llevando la trama de la Unión Soviética literaria a la isla caribeña en la pantalla. Titón, que así se conocía también a este gran cineasta, de los más grandes que ha dado el cine cubano del siglo XX, libera la sátira y logra un retrato de su país lleno de humor. Lo hace a través de la aventura de dos pícaros cuyos orígenes unen las dos clases sociales enfrentadas en la Revolución; una tercera, el clero, se encuentra representada en un cura que nada tiene de santo y sí bastante de pillo. Los tres transitan en busca del tesoro (las joyas ocultas en una silla de un juego de doce) en un presente de inestabilidad entre el pasado y la posibilidad de llegar a alguna parte —la idea del exilio o la posibilidad de una contrarrevolución; hay una escena en la que se hace pasar por líderes contrarrevolucionarios para sacar a sus crédulos contertulios 100 pesos—. El recorrido posibilita las distintas situaciones y encuentros dispares, pero lo importante de esta novena versión cinematográfica de la novela reside en algo tan material como que fue el primer gran éxito comercial del cine cubano de la década y también la primera de las comedias producidas en el ICAIC —la productora fue la también cineasta Margarita Alexandre— y de Gutiérrez Alea, quien regresaría de nuevo al género para satirizar y plantear cuestiones de la revolución en Muerte de un burócrata (1966) o Los sobrevivientes (1978)…
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