sábado, 16 de marzo de 2024

Monuments Men (2014)

En su acercamiento al bélico como director, productor y guionista —estas dos ultimas funciones compartidas con Grant Heslov—, George Clooney también se reserva uno de los papeles principales y se decanta por realizar un film en la estela de El tren (The Train, John Frankenheimer, 1962), pero que, carente del conflicto emocional, de la tensión y de la contundencia logradas por Frankenheimer, elige desde su inicio el arte, la amistad, el elogio a sus héroes y, a partir de estos, a los más de trescientos hombres y mujeres en quienes recayó la misión de recuperar las piezas artísticas sustraídas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El título ya apunta su misión artística, la cual, solo para los elegidos por el teniente Frank Stokes (George Clooney), está por encima de la guerra. Dicho con mayor exactitud: proteger el arte es la guerra a librar por los “hombres de los monumentos”, que han de encontrar y devolver las pinturas y las esculturas robadas por los nazis durante su ocupación de Europa. La misión de este comando sería más compleja; explicada por su oficial al mando, se trata de algo así como salvaguardar la memoria que los tesoros artísticos significan para la humanidad. El conflicto bélico amenaza con destruir y hacer desaparecer esa identidad nacida del arte a lo largo de los siglos, la que ha dado pie a <<la cultura y el modo de vida>> de la civilización a la que pertenecen. Pero, a diferencia del magnífico film de Frankenheimer, Monuments Men (The Monuments Men, 2014) transita irregular y, a pesar de sus momentos entretenidos y de su desenfado narrativo, no deja de ser una mirada amable a la disyuntiva que plantea, incluso desganada; quizá mejor decir, el conflicto propuesto no existe más allá de la apariencia. Clooney reparte el protagonismo entre ocho expertos en arte, siete hombres de tres nacionalidades más una mujer francesa, y un soldado estadounidense de origen judío-alemán. Los dispersa por varios frentes y prolonga su misión desde 1943 hasta 1945, con un epílogo en 1977 que responde una de las preguntas del film: ¿vale el arte una vida humana?

En realidad, no se trata de cambiar cromos, ni tampoco hay cuestión a responder, pues Monuments Men no pone en duda ni el valor del arte ni el de sus héroes, ni la decisión asumida por los buscadores y conservadores que desembarcan en Normandía después del día D (6 de junio de 1944). No se trata de una lucha patriótica, ni de salvar el tesoro nacional, ni de una cuestión de ambición personal, sencillamente valoran el arte de un modo mas profundo que la mayoría, para la cual un cuadro de Rembrandt o “la virgen” de Miguel Ángel les son indiferentes o desconocidas. Para los expertos, esas y tantas obras en peligro son más que arte; son parte de la existencia, de la identidad humana, más allá de las fronteras y de los países aparecidos, desaparecidos, por aparecer y desaparecer; forman la existencia cultural e histórica que supera la del individuo, cuya vida, de incalculable valor, pero breve, forma parte de la evolución y de la cultura compartida que hace que su paso por la vida adquiera un sentido más amplio y duradero. De ahí que para los hombres monumento ya no se trata simplemente de salvar esculturas, obras pictóricas y quizá alguna arquitectónica, sino de proteger la memoria histórica que descansa sobre el Arte que las bombas aliadas y la rapiña nazi amenazan con hacer desaparecer. Ese Arte, igual que las historias, personajes e ideas que asoman en los libros prohibidos en sociedades como la Fahrenheit 541 (François Truffaut, 1966) u aquellos quemados o prohibidos en nuestra realidad, forma parte de la identidad humana, que no es otra cosa que la posibilidad de reconocernos y tal reconocimiento nos separa del olvido, de ser prehistoria, de empezar de cero o sencillamente de desaparecer como existencia y parte de un pensamiento mayor que el de cada individuo por sí solo. Como dice Stokes la vida humana no tiene precio, aunque se le haya puesto precio desde tiempos inmemoriales en guerras ya olvidadas y otras recordadas; mas las obras artísticas y la cultura perduran en constante cambio y permanencia para hacernos perdurar más allá de nuestras vidas finitas —y olvidadas tras dos o tres generaciones que nos sobrevivan—, aunque esto no sea consuelo ante la certeza de la muerte como realidad personal de toda vida.



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