martes, 19 de marzo de 2024

Don Quijote (1933)

En su irrealidad, apenas hay diferencia entre las novelas de caballería que perturbaron la mente del hidalgo don Alonso Quijano y los musicales que se estaban desarrollando en el cine en los primeros años del sonoro. Me refiero a su fantasía común, a la predisposición de lectores y público a dejarse llevar a mundos imposibles donde ser testigos de situaciones y diálogos igual de inverosímiles. Pero existen obras, incluso de caballería y musicales, que transcienden, que van más allá de la mera apariencia e impactan e intiman emocionalmente con quienes las descubre y las sienten como algo verdadero. Este sería el caso de las excepciones, que son las obras que traspasan el umbral de su época y llegan a las siguientes y en estas se queman —en 1933, el año en el que Pabst rodaba su Don Quijote, los nazis iniciaron su quema de libros, pero no fue la primera ni sería la última vez que la intolerancia, la ignorancia y el fanatismo actuaban contra la libertad de expresión y de pensamiento—, se pierden entre la indiferencia o encuentran ojos curiosos y mentes que ven en ellas un espacio en el que el tiempo y la realidad pierden su sentido para dar pie a una nueva realidad: la que comunica la mente de quien lee con un mundo emocional que se hace propio, sin más fronteras que las que se lleven puestas, las que empezarán a ensancharse desde la primera página hasta la última, un mundo por donde transitan desde dioses y semidioses mitológicos hasta el más triste de los mortales.

Y de todas las tristes figuras, la de don Alonso no es la más inverosímil, pues, aunque el andante viva ajeno a la realidad mundana, que recorre en soledad o en compañía de su fiel Sancho, hay verdad en él. Es el gran ingenuo, el mayor iluso, un loco condenado a perecer en un entorno que, en su supuesta cordura, ha perdido humanitarismo, ha caído en la insolidaridad que el antihéroe rechaza como parte de su personalidad caballeresca. El caballero es un idealista extremo, que se distingue del resto por su fantasiosa subjetividad, desde la que ve y vive; sin ella, muere. Quizá sea uno de los primeros románticos y existencialistas sin saber en qué consiste ser lo uno y lo otro. En todo caso, Quijote no es filósofo, aunque no carece de filosofía vital, más bien, todo él lo es: la caricatura del caballero, el loco, el soñador, el ingenuo, el fanático, el antihéroe, peligroso, frágil y marginal de quien Cervantes se fue encariñando, pero ¿quién no, si su mezcolanza también es la que llevamos dentro? Es el manchego más popular de la literatura, de donde saltó a la pintura, a la escultura, al teatro, a la ópera, al cine, quien no pide para sí, sino que se ofrece sin esperar nada a cambio, inconsciente, porque la misión que se ha atribuido nubla su razón. Es ahí, en el límite de la razón, donde Quijote rompe las cadenas que le atan a una realidad que ya no es para él. ¿Los libros le han cambiado o ha sido un rechazo inconsciente a la apática cotidianidad de la que se libera en su locura y en la que cae preso en la cordura? Don Alonso es una contradicción andante, pero una que no contradice su esencia.

¿Quién se lo iba a decir a Cervantes, que algún día existiese la posibilidad de visualizar en una pantalla las aventuras de su ilustre y enajenado antihéroe y que sería interpretado por el cantante-actor más extravagante y genial del siglo XX? Considerado uno de los más grandes de la ópera, Feodor Chaliapin asumió el papel del caballero de la triste figura en Don Quijote (Don Quichotte, 1933), la coproducción franco-británica que Georg Wilhelm Pabst, de los cineastas europeos más reconocidos de los que hacían cine en Europa por entonces, realizó a partir de la novela cervantina. Era la primera adaptación sonora, dialogada y musical de la obra literaria, de la que se realizaron tres versiones (en francés, alemán e inglés) para ampliar el mercado. ¿Y qué mejor voz que la de Chaliapin para cantar las andanzas del ilustre caballero? Con anterioridad, el prestigioso cantante ruso había participado en dos producciones silentes, pero fue esta la única hablada en la que participó. El personaje no le era desconocido, en 1910 había protagonizado la ópera compuesta por Jules Massenet sobre el caballero andante, quizá, por ello, el suyo cinematográfico resulte un tanto teatral y operístico. Esto no juega a favor de los aspectos cinematográficos, ni beneficia la quijotesca intención de Pabst (si es que fue suya) de unir musical, cine y literatura cervantina. Como las restantes adaptaciones cinematográficas que he visto de la obra, la del director alemán se queda en lo anecdótico y neurótico del asunto, prescinde de los encuentros con historias, y potencia el aspecto externo del “loco” a quien Chaliapin prestó su portentosa voz y su metro noventa de estatura. Pero fue insuficiente. El prestigioso bajo operístico no era actor para el cine, ni el de Quijote es un personaje que los intérpretes logren hacer sin tender a la exageración, como si la locura y la cordura se pudiese expresar con histrionismo, tics, poses, entonación cargada y gestos que caricaturizan la caricatura original. En esto, Chaliapin no es el menos exagerado de cuantos han interpretado la imagen externa del personaje de Cervantes, más bien todo lo contrario; de ahí que no sea un Quijote cervantino, ni siquiera uno cinematográfico de Pabst, sino un Quijote de Chaliapin, uno que no es para mí



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