Siguiendo la estela del cine policiaco desarrollado, entre otros, por Henry Hathaway en la segunda mitad de la década de 1940, El caso 880 (Mister 880, Edmund Goulding, 1950) emplea un tono semidocumental, mezcla realismo y ficción, para resultar una película diferente y entretenida que, en apariencia inicial, alaba la eficacia del servicio secreto en su lucha contra la falsificación de divisas. Pero esa es la excusa que permite a Edmund Goulding acercarse a la realidad humana del falsificador de billetes de un dólar a quien los agentes del tesoro persiguen sin éxito desde diez años atrás. Este fracaso se debe a la idea preconcebida de los agentes, que suponen que el perseguido ha de responder a la idea de criminal o delincuente establecida por el sistema que custodian y representan. En un intento de dar nuevas perspectivas a la investigación, se le encarga al agente Steve Buchanan (Burt Lancaster) que lleve el caso, el cual da pie a dos vías de interés: el romance entre el agente secreto, que de secreto no tiene ni el número de teléfono de la oficina, y Ann Winslow (Dorothy Macguire), su única pista; y la cotidianidad de Skipper (Edmund Gwenn), un hombre tranquilo, amable y sincero, ya con bastantes años a sus espaldas, en un mundo acelerado y mercantil donde solo el dinero y lo práctico parecen acaparar la atención y los deseos. El utilitarismo sitúa al viejo falsificador al borde de la exclusión social; y la sombra de esta le empuja a conseguir el dinero para pagar al casero o comprar alimentos. Lo hace al margen de la ley, sin la menor ambición ni ánimo de lucro y sin pretender hacer daño a nadie; nunca entrega más de un dólar, con la excepción del casero que le amenaza. Pero quizá dañe al Estado, que ve en otro dinero en circulación un rival para la moneda a la que concede legalidad, que sería algo así como la sangre que circula por su aparato económico. Si no hubiera una moneda de curso legal, todas lo serían y quien sufriría pérdidas no sería el usuario corriente, sino el Capital que hasta entonces hubiese controlado los mercados y la economía mundial. De ahí, la importancia de perseguir incluso a alguien tan insignificante (criminalmente hablando) como Skipper…
Basada en un hecho real que St. Clair McKelway describió en su artículo publicado en The New Yorker, Robert Riskin realizó el guion que Goulding llevó a la pantalla con el acierto de acercarse al hombre marginado por el sistema mercantil en el que no encaja. El personaje de Skipper se basa en el real Emerich Juettner, a quien finalmente atraparon y condenaron a un año y un día de presidio, cumpliendo cuatro meses de condena. Desde su primera aparición en la pantalla, queda claro que Skipper no es un criminal, aunque infrinja la ley; sino que se trata de alguien que no encaja, alguien que valora los objetos que otros tiran a la basura, alguien que se detiene a contemplar su alrededor o para bromear y sonreír a los niños del barrio. Podría decirse que Skipper es un buen hombre y que su mayor delito (dentro del orden establecido) es no tener prisa ni dinero, que son las dos características que de algún modo condicionan el día a día. En esta cotidianidad, los objetos que el anciano aprecia y le permiten mal vivir son considerados chatarra y trastos inútiles. Pocos como Ann, que le da cinco dólares por la miniatura de una rueca que utilizará para adornar su chimenea; y él, en su honradez, le devuelve dos. Pero la imagen que prevalece no es la de la chica, sino la de quienes niegan valor al producto de Skipper (y al Juettner). Tal negativa le obliga a recurrir al “primo Henry”, la máquina de falsificar billetes de un dólar que se reconocen porque donde, debería poner “Washington”, se lee “Wahsington”. Solo falsifica en casos extremos, por ejemplo: cuando el casero le exige los veinte dólares que le debe de alquiler mientras le amenaza con acudir a su abogado si no paga. Al falsificador le disgusta hacer billetes; lo demuestra en varias ocasiones, una de ellas es consecuencia de la anterior: al tener cinco dólares en el bolsillo, solo falsifica quince; lo que suma el total de su deuda… Por momentos, El caso 880 resulta cómica, incluso tierna, pero también sorprende la situación que plantea. Por una parte, resulta curioso que el gasto (dinero público) en perseguirlo sea muy superior al dinero falsificado; también que logra escapar de los agentes profesionales durante una década, ni siquiera es consciente de ser perseguido, y por otra, mirando la realidad de Emerich Juettner, que uno pueda pasar del olvido al primera plana (y viceversa). Respecto a esto, el personaje real debió sorprenderse cuando tuvo algo útil entre las manos: una historia que vender. Tras cumplir su condena, el anciano ya tenía algo que el sistema consideraba de valor para el mercado; es decir, que daría dinero. Hollywood compró su historia y el “chatarrero” consiguió más dinero por ella que en diez años de “fechorías”…