martes, 14 de noviembre de 2023

Duerme, duerme, mi amor (1974)

En los comentarios del blog nunca he pretendido recomendar las películas de las que hablo ni ser objetivo, algo que no creo a mi alcance, pues cómo serlo cuando se exponen ideas basadas en impresiones y sensaciones. Carecen de objetividad, que tampoco es la aspiración de comentarios y opiniones; lo es de los estudios y de la ciencia, pero, como nunca he sido estudioso ni científico, una de las opciones más sencillas que se me presentan es aceptar mi pensamiento subjetivo y animarle a buscar la mayor objetividad posible, ser honesto en la exposición de ideas, gustos y disgustos, y también ajeno a sensacionalismos, al escribir párrafos sobre cine y otras cuestiones. Las películas de Francisco Regueiro entran en el grupo de los “gustos”. Me atraen, igual que el modo del cineasta vallisoletano de interpretar y mostrar al individuo y sus espacios, los que habita, los que busca y no encuentra, los que le condicionan. En sus películas va a más allá de lo corriente, igual abraza el tono intimista de personajes como la joven pareja de El buen amor (1963), que lo absurdo en Duerme, duerme, mi amor (1974) o en Las bodas de Blanca (1975), en las que no es surrealista, sino maravillosamente grotesco, un “suprarrealistas” que distorsiona para hablar de realidades que su esperpento desvela en todo su patetismo. Al cine de Regueiro le interesa el qué se esconde tras la apariencia de normalidad, una fachada que en sus películas desaparece para dar paso a la intimidad de los personajes, al drama y a la comedia, al humor negro, a lo irracional que, como hace el protagonista de Amador (1965), se intenta racionalizar sin éxito, quizá a una mezcla de todo ello que le permita desvelar el rostro oculto del ser humano.

En Duerme, duerme, mi amor trabajó el guion junto a Manuel Ruiz-Castillo y Esmeralda Adam y lograron crear situaciones y diálogos que hacen del film una de las grandes sátiras españolas sobre el matrimonio, la represión y la insatisfacción marital y vital, pero, más que todo eso, realiza un retrato grotesco del individuo “común” atrapado en un espacio humano desquiciado. Podría ser la caricatura de cualquier hombre y mujer casados del tardofranquismo, condenados a asumir su matrimonio de por vida —el divorcio todavía era una idea: deseo para unos, temor para otros— y a verse convertidos en individuos miembros de una colmena sin armonía, marcada por desequilibrio y la insatisfacción del “yo” en su relación con el “nosotros”. Incluso el personaje principal se emparenta con el cine de Rafael Azcona, con Ferreri y Berlanga, no solo por la presencia de José Luis López Vázquez, protagonista de El pisito (Marco Ferreri, 1957) y ¡Vivan los novios! (Luis García Berlanga, 1969). Son habitantes urbanos en calles y barrios de edificios ya iguales, son los atrapados en el desarrollismo, como apuntan la presentación del personaje de López Vázquez, que es la imagen del “hombre corriente” superado por su cotidianidad, sometido a su mujer (María José Alfonso), que vive en constante desequilibro, pues también ella desea liberarse, pero ninguno puede romper las cadenas de represión y costumbres: el orden social del cual el matrimonio es parte fundamental, pero no siempre fuente de alegría ni de liberación. Mario, tocayo del difundo de una novela de Delibes, vive atrapado entre la insatisfacción de su vida, en la que nunca ha podido ser él mismo —fuese por falta de dinero, por su matrimonio o por su incapacidad en un espacio que obliga y escoge por él—, y el deseo que su vecina Encarna (Lina Canalejas) le despierta. Para liberarse de Amparo, a quien culpa de sus males, Mario la duerme, pero todavía no tiene claro qué hacer, salvo salir de su nuevo piso y huir. La abandona drogada y sale a la noche que le conduce al bar de copas donde se produce su encuentro con el hombre depresivo (Manuel Alexandre), el que <<tiene la manía de intentar matarse>>, superado por su tristeza y la falta de comunión y comunicación con sus semejantes. Este desconocido, que no logra ahogar sus penas ni su soledad en alcohol, es quien, sin saberlo, le da la idea de cómo deshacerse de su mujer, aunque, finamente, debido a las miradas indiscretas del edificio al que regresa, Mario decide no matarla. Se decanta por mantenerla dormida mientras Regueiro continúa observando al ser humano en su proximidad, en su soledad y aislamiento. Lo ve triste, cómico, tan patético como atrapado en la cotidianidad que lo minimiza y de la que culpa a otros; en este caso a su mujer, a quien censura mientras va comprendiendo que la única salida es abrazar el sueño, el “duerme, duerme, mi amor” que reza el título de esta espléndida comedia, una de las cumbres del absurdo cinematográfico español…



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