miércoles, 15 de noviembre de 2023

Oppenheimer (2023)

Prometeo robó el fuego de los dioses, lo puso a disposición de la Humanidad, y fue castigado por ello. Pero solo es un personaje mitológico y nadie sufrió ni obtuvo beneficios reales de su desafío olímpico. Oppenheimer fue un físico real que prestó sus servicios al gobierno de su país, los Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, para dirigir un proyecto científico-militar de dudoso beneficio para la Humanidad, y que hasta entonces parecía parte de un relato de ciencia-ficción. Hoy se le conoce por los dos motivos expuestos por Christopher Nolan en Oppenheimer (2023): por ser el encargado de coordinar el desarrollo de la bomba en aquel momento durante el cual se aplicó la política del fin justifica los medios, pues había que adelantar a la Alemania nazi en la construcción del artefacto, y por ser víctima de la caza de brujas que acabó con él. Entremedias, cuando ya se sabía que los nazis jamás lograrían desarrollar su arma de destrucción masiva, se seguiría justificando su uso en voces que afirmaban que las bombas atómicas, finalmente arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, precipitarían la capitulación de Japón y el fin de la guerra —la que ofrece el personaje de Cillian Murphy, añade a favor del lanzamiento la idea de que solo así se comprenderá el poder de destrucción atómico; la Humanidad lo temerá y los gobiernos dejarán de pensar en ella como posible herramienta bélica; posteriormente, ya no estaría tan seguro—. La justificación vendría a decir que su detonación supondría salvar vidas, pero, ciñéndonos a la realidad que se produjo y no a la hipotética que no se dio, suena extraño hablar de salvar vidas, eliminado otras. Acaso, dejando de lado la partidista “la mía vale más que la tuya” y respondiendo desde una perspectiva ética que desaparece en tiempos de guerra, ¿valen más unas vidas humanas que otras? ¿O es que el 6 y el 9 de agosto de 1945 no se destruyeron decenas de miles de vidas y millares más durante los meses que siguieron, como consecuencia de la radiación? Hasta aquellas fatídicas jornadas, las víctimas atómicas habían sido existencias vivas; a partir de entonces, son los muertos de aquellos días de verano en el que, tras el éxito el 6 de julio de la prueba Trinity, la Humanidad entraba en una nueva era, la atómica, y despertaba a una nueva pesadilla: la amenaza nuclear. Así, con la muerte masiva en Hiroshima y Nagasaki —previamente hubo bombardeos no atómicos tan letales como los sufridos por Dresde y Tokio—, el mundo conocía la existencia de los monstruos atómicos que crecerían más y más a lo largo de los años, siendo una amenaza de destrucción total durante la guerra fría.

Aparte del número de fallecidos instantáneos —otra cuestión sería determinar las bajas posteriores, víctimas del veneno radiactivo que afectó a sus cuerpos—, y de que es innegable que el tremendo poder de destrucción aceleró el fin de una contienda que ambos bandos sabían pérdida para Japón, todavía quedan preguntas sin respuestas que contenten a todos. Las más simples podrían ser ¿Por qué se lanzaron? ¿Era realmente necesario? ¿Por qué dos y no una? ¿Sirve la respuesta del general Groves (Matt Damon), que dice algo así como demostrar al mundo que no les temblaba el pulso (ni les temblaría en un conflicto futuro)? ¿Para confirmar la supremacía estadounidense en el nuevo orden mundial que se avecinaba? ¿O porque los líderes estadounidenses estaban convencidos de que el uso de las bombas eran la mejor opción entre dos malas?; la mejor para sus intereses, claro. ¿Qué hubiese sucedido de no lanzarlas? ¿Qué la guerra se prolongase semanas, quizá un mes más, no mucho más? ¿El discurso de Chaplin en Monsieur Verdoux (1947) daba en el blanco? Las posibles respuestas tendrían que tener en cuenta la complejidad del momento, del antes y el después. En todo caso, en el verano de 1945, Alemania ya se había rendido, la guerra continuaba en el Pacífico y los contendientes sabían que la derrota japonesa y la conclusión del conflicto eran inminentes: los japoneses se habían retirado a suelo patrio, carecían de material bélico y de ganas humanas para continuar una lucha que sabían pérdida. Quizá sus gobernantes no quisieran verlo así y les obligasen a continuar; sin embargo, el imparable avance estadounidense, a las puertas del archipiélago nipón, advertía a los soldados japoneses que ya solo les quedaba el rendirse, el luchar sin opción o el inmolarse.

Nada más contradictorio que el ser humano y nada más ambiguo y amoral que la política practicada sin humanitarismo ni ética, una vengativa y capaz de justificar cualquiera de sus usos. ¿Quién puede justificar salvar vidas aniquilando vidas? Suena contradictorio, porque la vida humana no es un intercambio de cromos; y resulta amoral justificar una devastación concreta con la posibilidad de evitar otra. Los hechos contabilizan las bajas reales, las que fueron, no las que hubieran sido de continuar la lucha. Esta ultima cae en lo hipotético y no se puede valorar su resultado porque no se dio; tampoco se puede juzgar de modo objetivo, porque cae en la especulación. Pero lo que parece quedar claro a lo largo del film de Nolan es que la ciencia no es la culpable del uso que le damos, ni está a disposición de la Humanidad, solo a la de sus líderes. Apenas hay Prometeos que la pongan al servicio de la totalidad. Además, desafiar a los dioses se paga en la mitología y en la realidad, como le sucedió a Robert Oppenheimer, quien no era ningún Prometeo que trabajase para la Humanidad, sino para los poderes que controlaban y decidían el uso de la ciencia desarrollada por él y su extraordinario equipo. La ciencia es objetiva e impersonal, no tiene amigos ni enemigos, tampoco moral, hasta que las personas la aplican y, dependiendo de los criterios escogidos para su aplicación, nos ayuda a evolucionar, sirve al progreso humano o precipita la destrucción. En no pocas ocasiones, ambos opuestos van unidos o se suceden encadenados, alternando su orden. En todo caso, no son los científicos quienes deciden qué hacer con la ciencia. El juicio a Oppenheimer (Cillian Murphy), la vista a la que es sometido durante la película, no es a la ciencia ni a la física, sino a la persona en contradicción y conflicto, a los políticos maquiavélicos como Strauss (Robert Downey, Jr.) y a los intereses en la sombra, a las políticas como la practicada por el macarthismo. Para Nolan, Oppenheimer no es ángel ni demonio, es alguien con zonas grises. Para la física no era un genio del nivel de Einstein, Bohr, Born, Heisenberg, Von Neumann o Fermi, pero sí lo suficientemente brillante para resultar un buen director y coordinador del proyecto Manhattan que el gobierno estadounidense encargó desarrollar al general Groves en el más riguroso secreto. Lo milagroso del asunto fue mantenerlo silenciado, pues miles de personas trabajaron en un proyecto cuyo presupuesto final se estima por encima 2000 millones de dólares de la época; incluso se construyeron dos enormes plantas químicas, en los estados de Washington y de Tennessee, y un pueblo en Los Álamos —nombre de una vieja escuela india abandonada—, que albergaba a los trabajadores y a sus familias.

Nolan, que no es el primero en tratar en el cine a este personaje contradictorio, antes lo hicieron Norman Taurog en ¿Principio o fin? (The Begining or the End, 1947) y Roland Joffé en Creadores de sombras (Fat Man and Little Boy, 1989), introduce en su película la caza de brujas anticomunista que se llevó por delante al científico a quien el cineasta británico ve como su nuevo caballero oscuro, el hombre que se echa sobre sus espaldas el peso del mundo (estadounidense) y ha de pagar un alto precio por ello. Aunque el inglés lo vea así, el Oppenheimer real no fue ningún héroe, tampoco un villano, solo fue un físico condicionado por su época y su ego; pero, en todo caso, el proyecto se hubiera llevado a cabo con o sin su participación. Es decir, pudo haber sido otro y no él quien liderase el proyecto que los militares encargan a Groves, papel interpretado por Paul Newman en el film de Joffé y por Brian Donlevy en el de Taurog. Su intervención resulta determinante, pero no imprescindible en el desarrollo del arma más destructiva lanzada sobre la tierra hasta la fecha, pero la culpa va creciendo en él, consciente del crimen que supone el poner fin a miles de vidas… Nolan divide Oppenheimer en tres tiempos a los que regresa, una y otra vez, rompiendo la linealidad narrativa, ruptura que le permite jugar con el público: expone y oculta sus cartas, combina la vista a la que comparece Strauss, la investigación a “Oppie” y su pasado anterior. De esa manera, Oppenheimer va deparando una biografía que, debido a los constantes saltos temporales y al montaje con el que el realizador imprime ritmo a sus films —pero no en todos consigue mantener un equilibrio entre qué cuenta y cómo lo cuenta—, logra apartarse de la biopic convencional y abarcar más allá de la biografía del científico; muestra su destrucción, la fiebre anticomunista, los intereses individuales, el juicio a la historia, a una época de caza de brujas, de vigilancia y de persecución, la cual no se inicia después de la Segunda Guerra Mundial, sino años antes…



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