miércoles, 29 de noviembre de 2023

El mago de Oz (1925)

Conocido en la España de la época como Tomasín y, más adelante, ya en la posguerra, en la reposición de sus cortometrajes, como Jaimito, Larry Semon fue uno de los cómicos más exitosos del slapstick. Hombre orquesta de sus películas, guionista, gagman, actor, productor y director, fue el responsable de una versión de El maravilloso mago de Oz que apuesta fuerte por el gag cómico. Dicha versión fue la segunda película y el primer largometraje que adaptaba el cuento infantil de L. Frank Baum, publicado en 1900, cuyo enorme éxito precipitó una adaptación musical de Broadway, estrenada en 1902, y una primera adaptación a la gran pantalla en 1910. La de Semon se abre con el rótulo en el que expresa sus intenciones y su deseo: <<En el léxico de la vida no hay palabra más dulce que niñez, sus libros y sus recuerdos, y traer esos recuerdos y agregar, tal vez, una sonrisa o dos en puro entretenimiento es mi deseo.>>. En su particular versión de El mago de Oz, se reserva el papel de uno de los granjeros antagónicos enamorados de Dorothy (Dorothy Dawn), el otro lo interpreta Oliver Hardy, a quien vemos todavía sin su “flaco”. Semon y Hardy llegarán a Oz junto a Dorothy y, para huir del dictador, allí se disfrazan de espantapájaros y hombre de hojalata. Con ellos, también viaja el “león cobarde”, a quien dio vida Spencer Bell. Años después, en 1939, afianzado el cine sonoro, se realizaría la versión del cuento más popular hasta la fecha, la firmada por Victor Fleming, cuya adaptación musical, también fue de otros cineastas y de una legión de guionistas sin acreditar. El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), producida por la MGM sin reparar en gastos, es colorista y bobalicona, más que infantil, para nada aventurera y fantasiosa solo porque así te lo dicen; y claro, llevar la contraria no es de recibo. Lo cierto es que supuso el estrellato para Judy Garland, quien, por entonces, tenía dieciséis años y Hollywood a sus pies; aunque, lejos del mundo de fantasía, en la cara oculta de la realidad, ya se sabe lo que puede costar y durar la admiración hollywoodiense, el mismo tiempo que la del respetable.

La adaptación realizada por Semon me resulta más simpática; no por mejor, aunque así la considere, sino por menos empalagosa, aburrida, frívola y tonta que la exitosa versión MGM. El cómico se deja de caramelos, de moralismo y aislacionismo —el de <<se está mejor en casa que en ningún sitio>>—, prioriza el slapstick, cuyos trucos y recursos conoce sobradamente, y emplea gags y efectos especiales —los que había por entonces— para combinar comedia y fantasía; el musical cinematográfico, el kitsch y el exceso de sensiblería todavía quedaban lejanos en el tiempo. El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1925), o Tomasín en en el reino de Oz en su estreno español, abre su aventura con un abuelo juguetero (Larry Semon) que lee el cuento a su nieta (Jean Johnston) —recurso que Rob Reiner utilizaría en su popular cuanto de La princesa prometida (The Princess Bride, 1987), adaptación cinematográfica de la novela homónima de William Goldman—. Así, mediante las páginas de un libro, medio eficaz para viajar en la ilusión y la fantasía, el cómico traslada la acción a Oz y muestra al Primer Ministro Kruel (Josef Swickard), erigido en dictador, en una reunión en la que se ve presionado por el príncipe Kynd (Bryant Washburn), el favorito del pueblo, para que encuentre a la legítima reina y la siente en el trono que le corresponde; el que en ese instante ocupa el usurpador. Para ganar tiempo, Kruel hace llamar al mago (Charles Murray) y le encarga que encuentre a la heredera de la corona, consciente de que el ilusionista es un charlatán que carece de magia ni hará nada para hallar a la muchacha; que no es otra que Dorothy, la chica de Kansas que llegará a Oz superada la mitad de la película…



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