miércoles, 15 de noviembre de 2023

Un etiquetado feliz

Vivo en una una localidad de cuyo nombre no quiero hablar; baste decir que es una ciudad donde sus habitantes estamos etiquetados y señalados por hologramas de palabras tridimensionales y chillonas que delatan nuestros usos y prácticas. Nos orbitan, pero no son dañinos para nuestra salud. Eso aseguran sus inventores, que también dicen que los chivatos luminosos son un bien común que informan a los vigilantes y a los transeúntes de nuestras incorrecciones e infracciones; para que sepan con quien se cruzan o con quien pueden y no pueden detenerse a hablar. Como si esas pequeñeces, determinasen quienes y como somos. En mi caso, gira a mi alrededor la siguiente lista: “uso intermitente de palabras mal sonantes”, “lector de Thoreau, Jardiel, Lolita y otros pornográficos literarios”, “ex fumador de semillas de girasol”, “no paga la comunidad”, “una o dos veces al lustro practica sexo en el Polo Norte, pero no es una práctica preocupante, usa preservativo, ni excesivamente cálida”, “a veces hace preguntas y otras bebe vino, cuando no protesta porque en los bares suelen ponerle el peor, el que asegura en voz baja que les sale más económico a los dueños”. Da igual, aunque no me escuchen, siempre me echan. No soy un peligro público. Lo digo y lo repito, pero ni con esas me contratan en una cafetería o en una residencia; puede que se deba a mi insistencia en preguntar si el vino es bueno y las camas, cómodas. Lo lamento, habría sido un buen residente, no tan buen cafetero, pues residir es lo mío y bebiendo café ya no soy el que era. Sí, creo que nací para dormir incluso despierto. De cualquier forma, me resigno y no me frustra la vida que llevo. Actualmente, duermo en un hueco; antes pernoctaba en un roble, en el parque cercano. Pero ahora, con la nueva normativa, cierra a las diez y no tengo llaves. No creo que sea cuestión de dinero, que no tengo, pero, de tenerlo, quién me alquilaría una habitación. Nadie lo haría, ¿quién iba a hacerlo tras leer el holograma que me identifica como moroso de la comunidad? No puedo negar mi rechazo a pertenecer a cualquier comunidad, gratuita o de pago, pero eso no implica que no pague la cuota. ¡Solo fue uno! ¡Un put* recibo que no aboné! ¡El que se coló en el buzón del vecino que llevaba ausente diez años! No supe nada de aquel error hasta que derribaron la puerta y me desahuciaron a puntapiés. Desde entonces, tengo tres dientes menos y todas las puertas cerradas. Pero no me quejo. Mejor dejarlo estar, ya no tiene remedio. Ya he soltado un taco y eso que lo estoy dejando, como indica el asterisco, porque, en estas calles, si caes en manos de los limpiabocas y llevas un holograma como el mío, te puede perjudicar seriamente la salud.

Hoy no llueve, pero lo hará a lo largo del día; me lo ha dicho Celso, con quien aún mantengo amistad y pequeños negocios que me permiten ir tirando. Siempre viste una gabardina diez tallas más grande que la suya, de un material extraño, que le llega de la cabeza a los pies, pero nunca le he preguntado por el tipo de tejido; tal vez sea aislante, más que impermeable. No recuerdo haberle visto con otra ropa, pero me fío de él. Llevamos así desde hace años, desde que me fui del trabajo, del que todavía ignoro su finalidad y en qué beneficiaba a la sociedad limitada y en qué me beneficiaba desde una perspectiva personal. Muchos compañeros decían que el sueldo lo justificaba todo, que sin dinero no se vive, te marginan y te mueres fuera. Bien lo sé, pero el sueldo no era lo que se dice para tirar cohetes; aparte de que ahora está prohibido tirarlos. El dinero que ganaba con tanto esfuerzo me era infiel, un vil metal que, a la primera de cambio, se escapaba a los bolsillos de otros. No me lo explico, con el cariño que lo acogía. En fin,… Los días enfrían y las noches ganan terreno, como también lo hacen los defensores del orden que patrullan las calles y las zonas residenciales. No buscan posibles delincuentes, ni probables, solo infractores de su armonía; a quienes la ponen en duda entonando canciones a la luz de la luna. Se reconocen fácilmente, no por la claridad, sino por el holograma que les acompaña y reza “cantan sus dudas”. “Así, es imposible”, dicen algunos cuando les atrapan. Por fortuna, dudo en silencio y no sé cantar, carezco de frecuencia y mi ondulado no da para ser armónico. Soy un simple, como algunos del trabajo me acusaban por carecer de patín cuántico. Nunca tuve uno, no habría sabido qué utilidad darle, pues miraba mis piernas y me convencía de que aún me funcionarían unos cuantos años más. Los suficientes para lograr escapar de aquella oficina donde nadie me explicaba para qué me pasaba mañana y tarde en aquel incómodo y pequeño escritorio. Las primeras mesas, las que daban a la entrada, eran más grandes que las últimas, que eran donde me habían ubicado tres años antes. Y yo con mis dos metros de estatura no me quejaba, pero quería saber para qué les entregaba la mitad de mi vida. “Calla y trabaja”, me exigían cuando iba a preguntar.

A mediodía, teníamos media hora libre, la aprovechaba para ir al baño y al bar de la esquina, donde tomaba un aperitivo, charlaba con quien pasase por allí y consultaba a Celso, que se gana la vida dando soplos en las apuestas deportivas, políticas y meteorológicas, que son las segundas que presentaban menos sorpresas. Estas se producen cuando llegan ventiscas y lluvias sin avisar. Entonces, te mojas y sales volando; y las pérdidas y ganancias pueden ser cuantiosas. Las apuestas electorales es otro cantar, quizá porque la nuestra no es una urbe griega, tampoco la democracia que tenemos es ateniense, que solo era para unos pocos, sino una estilo de la alemana oriental de 1984, que lo era para menos. Así, a ganador seguro, no merece la pena apostar en las elecciones; y todos tan contentos, salvo quienes no lo están. No obstante, a estos se les acalla, se los elimina o se los recicla. El reciclado suele ser el método preferido por los borradores, pues no mancha ni se necesitan depósitos para cuerpos, como si lo necesitan los eliminadores, cuyo trabajo dicen que es más sucio. Lo ignoro. Solo sé que hoy estoy contento y pienso celebrarlo. Por la mañana, Celso me dio un chivatazo en una partida de parchís, en el campeonato que se está celebrando en la calle donde tengo mi rincón. He apostado fuerte por las fichas verdes y la cosa parece hecha. Puedo ganar un pastón. Supongo que mi colega estará en el bar de siempre, en cuanto sepa que la victoria es segura, pasaré a verle y le daré las gracias. Claro está, invitaré a una o tres rondas. Quizá mi suerte esté cambiando, quizá pueda arreglarme los dientes... ¡Venga! ¡Vamos! ¡Un cinco y ya tienes la última en casa! ¡Siiiii! “Ganador de apuesta ilegal al parchís”. Pero qué mierda… ¿También este?



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