lunes, 13 de noviembre de 2023

Raros de narices

Todo aquello que no comprendemos nos parece raro, todo cuanto hacen los demás, que no entre dentro de nuestra limitada comprensión, les hace raros a nuestro juicio, pero siempre olvidamos que nosotros estamos llenos de prejuicios que negamos y atribuimos al vecino y que, para los demás, también somos raros de narices. Es difícil evitar sentir la sensación de extrañeza, de admiración, de rechazo o de ira, ante los actos ajenos porque estos nos son impropios y chocan con lo nuestro, que es lo propio, lo conocido. Entre ambos polos, se establece su distancia, también la cercanía que varía según la ignorancia y el conocimiento. Lo que puede parecernos raro, también puede ser lo más normal del mundo, que suele ser aquello que no nos planteamos porque ya forma parte de nuestro orden; suma del que nos hacemos (carácter y rasgos individuales) y el que nos dan hecho (herencia cultural, leyes y normas sociales). En este caso, no nos cuesta interpretarlo, ni darle un sentido. Lo curioso y presuntuoso, también lo patético, es que siempre nos creemos en posesión de lo correcto. Entonces, de un mismo problema o situación en la que intervienen, por ejemplo, cuarenta personas podría haber hasta cuarenta modos correctos de interpretarla o de resolverlo. Lo cual no deja de ser una idea estúpida en la ciencia exacta y en la mayoría de los casos no matemáticos; sin ir más lejos, no puede darse el caso de cuarenta formas distintas de saborear el agua, aunque cada quien tenga su gusto, o de resolver la misma ecuación irracional y obtener cuarenta resultados diferentes para la “x” y todos ellos correctos. La ciencia matemática no lo permite; tampoco las leyes físicas están sujetas al capricho humano, sino a la propia física. En otros problemas irracionales, relacionados con la metafísica y la superstición, podrían darse cuarenta o un millón de opciones, pero sin la certeza de que sean correctas o de que todas ellas sean errores nacidos de algo común: la creencia de que nuestra verdad es la verdadera y la absoluta.

En realidad, es más fácil aceptar que lo raro no tiene porqué serlo, y que lo propio, por propio, no siempre es lo mejor; solo es lo conocido. Pero si uno se detiene y reflexiona sobre sí mismo, no como un “yo” aislado o parte de grupos cerrados —también de mayorías, que suelen ser los grupos más autoritarios y los menos propensos a reconocer posibles errores—, sino entre los demás, sin distinción de estatura, pelo, piel, idioma, órgano sexual y demás, en cómo es y qué quiere, qué rechaza, qué teme, qué ama, qué le hace sufrir y gozar, podría descubrir que la mayoría compartimos el mismo principio y fin, los mismos miedos, sentimientos, emociones… ¿Quién no quiere ser amado? ¿Quién no ha llorado o sufrido? ¿Quién no ha reído? Acaso, ¿no sangra igual el mercader de Venecia que la doncella del manantial? Pero, sobre todo, ¿quién de nosotros no ha nacido y quién no ha de morir? Odiamos que nos hagan daño, salvo quienes gozan con el dolor; queremos que nos faciliten la vida, excepto quienes pretende complicarla; buscamos cubrir nuestras necesidades básicas y un lugar en el mundo, en nuestro entorno o en una esquina, un lugar del cual sentirnos parte, donde sentirnos útiles, arropados y valorados. Son tantas las similitudes que compartidos que a veces resulta complicado entender porqué existe odio entre humanos, pues odiando lo “extraño” nos estamos odiando un poco o un mucho a nosotros mismos. Los rasgos humanos son comunes y se hacen propios cuando se amoldan a cada individuo, a cada personalidad, a cada necesidad, a cada experiencia vital..., en todo caso, no dejan de ser rasgos compartidos que nos definen miembros de la Humanidad de la que no podemos escapar, ni siquiera quien ya quiere ser perro, superhéroe o burbuja. Lo que nos determina y nos hace verdaderamente raros de narices no es nuestro aspecto físico, aunque haya quien nos juzgue y se deje condicionar por la apariencia externa, tampoco nuestros actos que, si bien pueden definirnos, son variables e incluso puede llegar a ser impredecibles, sino la condición humana, la que todos compartimos y que personalízanos desde que nacemos. Lo dicho hasta ahora no justifica ni juzga lo que cada uno haga con su individualidad y su relación con las de su entorno, que sería cuestión aparte, pero la “condición humana” es nuestra rareza común, la que al tiempo nos hace iguales y distintos, aunque haya quien la niegue con una negativa tan sencilla como un <<no>> o con una negación menos sofisticada, tal vez un <<Mire usté, yo no, eh. De narices, lo será su señora madre ¡Habráse visto, el raro este!>>



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