viernes, 17 de noviembre de 2023

Senda torcida (1963)


Las aportaciones de Antonio Santillán al cine policiaco español resultan más que interesantes. Son buenas muestras de cine de género tales como El presidio (1954), El ojo de cristal (1955), para quien esto escribe, su mejor aportación al género, o Senda torcida (1963); ejemplos del trabajo de un cineasta que narra poniendo en práctica sus gustos y conocimientos cinematográficos. De sus trece películas como director, prácticamente la mitad son films policiacos en los que se pueden apreciar influencias del cine negro hecho en Hollywood (cuyo producto era el más influyente debido a su capacidad de distribución internacional) y una intención de hacer cine de género acercando la realidad de las calles a la pantalla española. En Senda prohibida puede apreciarse en varios momentos, sobre todo al inicio, cuando detalla la situación familiar del protagonista: hijo único de un matrimonio sin apenas recursos económicos y en la que la madre es una “esclava” de la tradición, una mujer educada para ser madre y esposa, para sacrificarse, cuidar y sufrir por los suyos. Es un personaje secundario en la trama, y similar a otras madres que asoman por el cine español de la época, pero igualmente resulta interesante por su resignación, su inocencia e ingenuidad, su aceptación de su situación y por escucharla decir, ante la violencia criminal que asoma en los titulares de los periódicos, <<antiguamente yo creo que no pasaban estas cosas>>, cuando delincuencia y violencia son prácticas que acompañan a la sociedad desde sus orígenes, incluso la violencia y delincuencia de Estado. Habría que preguntarse el por qué de ambas, si son naturales al ser humano o este se ve empujado hacia ellas. Pero la madre no se lo plantea, no puede; solo parece capaz de resignarse y apoyarse en el tópico, en la creencia de que <<antes no pasaban estas cosas>>. Santillán sí responde, al menos ofrece una posible respuesta de las múltiples que podrían darse, en este policiaco que, junto a Trampa mortal (1963), cierra su aportación al ciclo criminal iniciado por Julio Salvador en Apartado de correos 1001 (1950) e Ignacio F. Iquino en Brigada criminal (1950). 


Santillán reúne en un mismo film los dos espacios urbanos por excelencia del policíaco hispano, Madrid y Barcelona —curiosamente, su ciudad natal y la localidad donde falleció—, para contar la historia de Rafael (Víctor Valverde), cuyos padres se han sacrificado para darle estudios, pensando que con estudios y trajeado su hijo podría aspirar a una vida económicamente mejor que las suyas. Pero resulta un trabajo mal pagado; los estudios no le han valido de mucho, incluso confiesa a un amigo mecánico que más le habría valido que sus padres le hubieran dado un oficio —obviamente, para el protagonista, la situación laboral del amigo es mejor: es su propio jefe y gana más dinero—. A esa sensación de pesar, se le añade el despido de Marcela (Marta Padován), su novia, y la realidad familiar: la cámara de Santillán se fija en la madre y en el paquete de Cáritas que está lleva en las manos. Así, se establece la condición económica familiar; se trata de una familia que precisa ayuda y confirma la desilusión del joven, un muchacho que la tía de Marcela califica de educado y tan humilde. Pero Rafael también puede ser un asesino, aunque lo sea sin premeditación, y un ladrón. Su camino se tuerce, la miseria y su decepción lo empujan hacia la senda delictiva una noche madrileña, durante la cual camina por calles estrechas y empedradas, solitarias, salvo por su sombra que le acompaña. Golpea al sereno y le roba el arma, entra en el cine y asalta la caja con la recaudación, como si ese dinero fuese a cambiar en algo su situación. Es un joven desesperado y asustado; también alguien que ha demostrado que puede golpear sin dudarlo. Es un tipo ambiguo, al tiempo víctima y victimario. El miedo a la policía, le decide a huir junto a Marcela, a quien le entrega el botín y se cita con ella en Barcelona; pero la chica no se presenta. Ya en la Ciudad Condal, Rafael ve en todas partes a un mismo hombre. Sospecha que le sigue, lo mismo opina Silvestre (Gérard Tichy). Ambos creen que el otro es policía, hasta que el “Abuelito” (Miguel Ligero) los presenta y deciden dar un golpe a una joyería. El mal camino se retuerce cuando Rafael descubre a Marcela y la asalta en el portal. Sube al piso de la joven y allí se pelean. Ella le raja la cara con unas tijeras que él le quita y se las clava en el pecho. Del amor a la violencia y a la muerte de la joven. El asesino escapa en la sombra, la muerta es descubierta por su compañera de piso y la policía entra en escena. Santillán prosigue su relato criminal introduciendo la investigación policial. Ahora, hacen su aparición en escena el comisario (Antonio Casas) y el inspector Castillo (Estanis González) —de quien también se esboza su relación con su madre, a quien, tomándolo como un halago, comenta que <<la mejor servidora del hombre es su madre>>, afirmación que suena bochornosa y confirma la situación maternal dentro de la familia de la época—, que cobran protagonismo, pues son los encargados de resolver el homicidio, un caso que, claro está, se resolverá; la censura no permitía otra salida al criminal. Pero este conocimiento previo del resultado de la investigación policial no resta al buen manejo del género por parte de un cineasta modesto y digno de elogio.



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