Ni realista ni romántico, en su libro autobiográfico Recuerdos de egotismo, Stendhal se sitúa en la memoria, lo que depara la sucesión de nombres y momentos que recupera ya distintos a como fueron. Lo hace como siente que fueron, según la impresión que le causaron y con la firme intención de ser lo más sincero posible. No le mueve un interés histórico, sino que busca conocerse, darse cuentas a sí mismo. En última y en primera instancia, su obra es una toma de conciencia de su ser. Prueba de ello son las miles de paginas que versan sobre su vida, diarios y textos autobiográficos que escribe sin intención de corrección, ni de depurar el estilo. En ellos asume y dice que no le gustan las descripciones, que le resultan aburridas, o deja espacios en blanco que luego habría que rellenar, aunque, finalmente, tal relleno no se hizo; tampoco quienes años después de su muerte se encargaron de descifrar sus manuscritos inéditos, pues ¿quién más que él podría hacerlo? Se refiere a sí mismo como egotista, que sería algo así como quien se prioriza en busca de conocerse, de explicarse, de alcanzar la felicidad, la libertad y la independencia sin menoscabar ni menospreciar las del resto. Para hacer de menos ya existen los egoístas extremos y los en grado suficiente para envidiar, querer y arrebatar lo de otros, mas Stendhal no quería lo de nadie, solo pretendía disfrutar su existencia y aprender a vivirla consigo mismo en un mundo que no le comprendía y en el que, queriendo amar, no logró la plenitud de ser correspondido. Y así, abandonada su juventud y la esperanza de vivir en el amor al que dedicó no pocas letras alcanzó la edad en la que uno empieza a volver la vista atrás; algunos con nostalgia, sin intención de aprendizaje ni como ejercicio de reflexión; otros con la necesidad de comprender cómo han llegado hasta ese punto de su vida en el que los sueños vitales y la realidad —interna y circundante— parecen distanciarse y, en no pocos casos, situarse en la derrota. <<Tengo 49 años, y tras tanta aventura va siendo hora de pensar en acabar la vida lo menos mal posible>>, se dijo, y encontró el menor mal en la literatura, de cuya historia forma parte indiscutible, aunque, antes de alcanzar la fama de la que goza en nuestros días, popularidad lograda en su absoluta ignorancia, a ninguno de sus contemporáneos pareció interesarle lo que tenía que contar. En sus páginas, halló la posibilidad de cuestionarse, de revivir su juventud y recrearla. En pocos escritores vida y obra van tan unidas como en Stendhal, en quien, probablemente, si no tomase la primera como inspiración y referencia no existiría la segunda, que solo en parte fue publicada en vida del escritor, que lo fue por afición; es decir, por el placer de escribir…
Stendhal se pregunta al inicio de su biografía, que escribe en 1832, <<¿Qué hombre soy? ¿Tengo buen juicio? ¿Agudeza notable? Y se responde: <<En verdad, no lo sé>>. Lo que sabe es que escribe para generaciones futuras, que sus lectores futuros tienen en ese momento unos diez años o doce. Es un escritor incomprendido en su época. Lo acepta. Pasa sin pena ni gloria entre sus contemporáneos, salvo para Honoré de Balzac, quien fue lo suficientemente sensible y avispado para descubrir que en una novela como Rojo y negro había algo distinto, existía una psicología viva, que se cuestionaba y que entraba en conflicto. <<Seré comprendió hacia 1900>>, predijo Stendhal. No andaba errado; tampoco Balzac, que supo entrever la grandeza de su colega mucho tiempo antes de que el mundo la descubriese y reconociese. En 1888, tal como apunta Stefen Zweig en la biografía que dedica al escritor, sucedió el milagro: en la biblioteca de Grenoble, su ciudad natal, se encontraron numerosos manuscritos inéditos de Henri Beyle, alias Stendhal, entre ellos sus diarios, la autobiografía de su juventud Vida de Henri Brulard y la novela Lucien Leuwen —respectivamente, publicadas por primera vez en 1890 y 1894—, y se ordenaron para su comprensión y publicación. Stendhal había muerto tiempo atrás, a los cincuenta y ocho años de edad, por lo que no supo que se había aproximado tanto a la hora de vaticinar su aceptación y que su obra sería entendida, con el consiguiente éxito de ventas. En vida, el éxito le importaba bien poco; en muerte, nada. Su meta no había sido triunfar como escritor, sino disfrutar de su tiempo, amando y viviendo lo más libre e independiente posible; para algo presumía de ser ese egotista que siempre fue. Es probable que lo lograse; me gusta pensar que así fue.
Hoy, se le recuerda como el genial autor de La cartuja de Parma y de Rojo y negro, entre otras obras que se adelantaron a su tiempo porque en ellas introdujo una psicología novelística distinta a la que se había dado hasta entonces. En su estudio Historia social de la Literatura y del Arte, Arnold Hauser apunta la clave, al menos una de ellas: <<¿Se puede, pues, amar, sentirse encantado y, sin embargo, observarse de manera fría y serena? La respuesta de Stendhal no es, en modo alguno, la ordinaria, que admite una distancia insalvable entre sentimiento y razón, pasión y reflexión, amor y ambición, sino que parte de la idea de que el hombre moderno siente de manera distinta y se siente embriagado y entusiasmado de manera diferente que un contemporáneo de Racine o Rousseau. Para estos eran incompatibles la espontaneidad y la reflexividad del sentimiento, para Stendhal y sus héroes son inseparables; ninguna de sus pasiones es tan fuerte como el deseo de rendir constantemente a sí mismo cuentas de lo que ocurre en su interior. Esta conciencia significa, en relación con la literatura anterior, un cambio tan profundo como el realismo de Stendhal; y la superación de la psicología clasicorromántica es tan estrictamente una de las premisas de su arte como la abolición de la alternativa entre fuga romántica del mundo y fe antirromántica en el mundo.>>
Ninguna fama o ausencia de ella podrá cambiar la importancia de su obra; ni el ser un desconocido para sus contemporáneos resta a la grandeza literaria de este autor que, como tantos otros genios, no pudieron disfrutar de reconocimiento en vida, con los beneficios e incordios que el éxito conlleva; menos aún podrán disfrutarlos en la muerte, pues esta es infinitamente insensible, aunque su insensibilidad es más justa, para nada envidiosa ni vengativa, que la exhibida por los contemporáneos que no pueden soportar la idea ni la existencia de quienes, como Stendhal, se distancian y se sitúan dos o tres pasos por delante. En muerte, solo queda nada, que es la ausencia de todo, y el futuro no puede hacer justicia al ninguneado, pues su reivindicación es para su presente; mas Stendhal, de nombre Marie-Henri, melómano, espíritu libre y enamorado de las mujeres, pasó a formar parte de la leyenda y de la cultura humana. Su seudónimo ya no es el de un mortal en quien se enfrentaban opuestos, no para destruirse, sino para dar origen al creador irrepetible que los siglos no hacen más que confirmar que se trata de un clásico y, como tal, la idea de sí mismo y la obra que nos legó permanecen ajenas a las modas y a los caprichos de las épocas; y así seguirá hasta que caiga en el olvido, que es el destino final que, lleno de poesía y razón, Jorge Manrique vaticinó para todos en sus famosas elegías. La vida de Stendhal también daría para unos cuantas novelas; pues el mismo resulta un personaje novelesco en su ir y venir en busca del arte y del amor, en lucha entre la inteligencia y la pasión, la razón y el romanticismo. Para él, el sentido de la vida lo aportaban la música, un buen libro, el estar enamorado, el sentir el deseo encendido por obra y gracia de una mujer, y precisamente fueron sus musas femeninas: la vida, la libertad, la independencia y la mujer idealizada. Este poeta del alma, posiblemente el primero en interiorizar en los personajes y dotarles de psicología, por tanto de complejidad y contradicciones, llegó a París para estudiar matemáticas, aunque lo suyo no serían los estudios ni el trabajo, sino perseguir el buen vivir, el amor y el disfrutar del arte. Enamorado de Italia, pasó tiempo en Milán, pero también en Civitavecchia, enviado como cónsul, puesto que delegó en su subordinado para dedicarse a seguir haciendo lo que quería: ser libre para existir. Y así fue Stendhal, alguien consciente de su existencia y de priorizarla al deber o al trabajo, solo que, como cualquiera, precisaba dinero y eso fue algo que escaseó en no pocas etapas de su vida, salvo cuando la fortuna le sonreía y le nombraban para algún cargo público que no solía cumplir o lo había a regañadientes. Pero la libertad, su búsqueda, su vivencia no conlleva de por sí felicidad. A veces, implica angustia e imposibilidad, de modo que Stendhal también sufrió momentos que a punto estuvieron de llevarle al suicidio. Fue la idea de escribir una novela, de la que solo conocía el nombre de su protagonista la que le salvo y nos regaló Rojo y negro, una novela que la evoco sublime porque quizá la sintiese así hace ya veintiséis años, en noviembre de 1999, cuando gocé de su lectura, un año antes de abrir las páginas de La cartuja de Parma, en un volumen heredado que todavía conservo…

