jueves, 11 de diciembre de 2025

Libertad y permisividad


Cuando levanté la mirada de las páginas que estaba leyendo, el crepúsculo lucía hermoso en el oeste. ¿Dónde, si no?, me pregunte. Tal vez ya viaje dentro de ti mismo, me respondió una voz que supe mía. El reflejo del cielo iluminaba rojizas las aguas del lago y ambas imágenes me reconfortaron, pues me parecieron hermosas y la hermosura, se encuentre donde se encuentre y en la forma que se encuentre, me reconcilia con el mundo y conmigo mismo. Siempre que me descubro ante un atardecer luminoso, siento que la despedida diaria me habla o se me ofrece a una charla amiga, tranquila, en la quietud de su distancia. Un día, recuerdo, lo hizo a través de una nube que quise con forma de animal, creo que uno mágico, puede que un dragón que sobrevolaba el poniente compostelano. Pero ya no puedo precisar la forma de aquella nube enrojecida que contemplaba desde el ventanal de la biblioteca; solo reinventarla. Hoy, el rojizo firmamento me evoca libertad, la pasión que encierra y que enciende su idea. ¿Quién no quiere ser libre?, suspiro. Pero ¿qué significa serlo? ¿Se puede alcanzar un espejismo? ¿De qué hablo? ¿De una imagen mental que por mucho que se camine hacia ella siempre queda a la misma distancia? ¿De una posibilidad? ¿Cómo podemos saber si realmente somos libres? Como animal, el ser humano nace libre y su naturaleza tiende a esa libertad natural de la que hablaba en El contrato social Jean-Jacques Rousseau —que no era el libro que iba leyendo, ni el ginebrino fue el primero en abordar el tema— para diferenciarla de la civil, a la que aspiramos como animales sociales. La natural se encuentra únicamente limitada por las leyes físicas; no hay más códigos que la gobiernen. Por contra, la civil se establece artificialmente cuando el estado y el individuo comprenden que se necesitan. Mas, ¿se necesitan realmente? Para los anarquistas, por ejemplo, la respuesta es un no rotundo. Y para muchos tipos de Estados y estadistas, su respuesta es similar pero señalando la necesidad de esclavizar al individuo. Pero hay otra libertad: la íntima, la que buscamos desde que nos sociabilizan, la que nos permite la única sensación de libertad que parece posible, la de soñar y fantasear. En todo caso, fuera de la natural y de la íntima, los límites de la libertad se reducen y entran en escena las normas, las leyes, la permisividad. Así que convendría distinguir entre libertad y permisividad. La primera es la idea que tenemos de ella, por ello podría decirse que se trata de un abstracto, un sueño, una utopía de la que solo se canta su parte atractiva, la que suena cara la galería, puesto que ningún Braveheart, ni Espartacos ni Arturos de nuestro tiempo exclaman a sus locos seguidores que la libertad que persiguen no lo es o, de serlo, que tiene un precio: renunciar a aspectos que actualmente muchos no querrían dejar de poseer, tal que su comodidad o su inclusión en la sociedad del consumo y de placer. De ser excluidos, correrían el riesgo de descubrirse en un lugar irreconocible, en el que ellos mismos no podrían reconocerse…

Desde el nacimiento de la esclavitud y del Estado, cuando unos hombres se imponen por la fuerza al resto y les hacen ser sus marionetas, la mayoría de los humanos queremos ser libres mientras la libertad no exija sacrificios a los que no estemos dispuestos; lo cual ya da para pensar de qué estamos hablando cuando recurrimos a la palabra libertad. ¿Quién la pronunció por primera vez y qué sentido quiso darle? ¿El de volver a la tierra, tal como parece ser la idea que apunta la expresión sumeria “Ama-gi”, escrita hace más de cuatro mil años? ¿En qué contexto? ¿La empleamos para hacer valer y prevalecer nuestras ideas y actos sobre otros o cuando nos sentimos atacados? La libertad nunca ha sido cómoda ni gratuita, ni es exclusividad de este o de aquel pueblo, ni de aquel fulano o de tal mengana; tampoco puede ser establecida por una ley ni eliminada por otra; ni ha sido promesa de felicidad, puesto que va más allá de esta situación efímera que ahora algunos creen que puede ser para siempre, porque así se lo publicita el negocio de “sé feliz con tal o cual producto”; sin pensar que solo conociendo otros estados emocionales, la persona podría reconocerse feliz en algún momento de su vida. La libertad exige compromiso, desarraigo, desposesión. Esto me hace pensar en Lao-Tsé y me digo que para quien echa raíces es difícil echar a volar; y quien posee, está más cerca de estar poseído. Entonces, ¿alguna vez hemos hablado de verdadera libertad o solo de la versión que el individuo, las comunidades o los estados pretenden para sí, para su beneficio, aunque no beneficie al resto? ¿Fue libertad la presumida por el “mundo libre” durante la Guerra Fría? ¿Fue libertad lo que trajo consigo la revolución francesa, la rusa o la china? No, ninguna revolución cumple sus abstractos; imponen sus tangibles y algunos derivan en tipos como Cromwell, Washington, Napoleón, Lenin, Stalin o Mao.

Eso, por una parte; por otra, la permisividad se puede practicar a diario; de hecho, se practica con generosidad en los estados democráticos, donde no pocas veces se hace pasar por libertad, pero ¿lo es? Cuando dicen que te la dan, ¿eso es libertad o la libertad es un compromiso personal con uno y con los otros? Y si te la dan ¿no suena a que antes te la habrían quitado o que es restringida y solo aplicable hasta que el dador decida cambiar los términos? En ese caso, ¿de qué hablamos, si solo te permiten partes que simulan ser la totalidad referida? Vivimos una época de confusión, en la que la libertad mengua a pasos silenciosos, mientras en la superficie se enzarzan en discusiones en las que ya no se exponen ni se escuchan argumentos, solo gruñidos y voces que se insultan en su intento de imponer su “libertad” de expresión impidiendo la que no les cuadre dentro de sus ideologías —no existe ideología tolerante; o todavía no se ha dado en la historia una que no busque imponerse y destruir las que no encajen en su ideario—. En espacios así, la libertad, salvo en apariencia, brilla por su ausencia. Por contra, la permisividad aumenta para crear el espejismo que impida ver que vivimos en la época donde se ejerce mayor control sobre la población porque existe la tecnología para hacerlo, y si a esta se le une la Inteligencia Artificial, la idea de que nunca más estaremos en soledad ni en comunión del otro se hace más evidente, lo cual ya de por sí elimina cualquier posibilidad de soñar libertad y de practicar alguna de sus distintas posibilidades reales. En nuestro mundo, se controla cada movimiento que se da, ya sea en la red o sobre el terreno, uno mismo se ha acostumbrado a anunciar qué piensa o dónde se encuentra, incluso el de tu dinero, si tienes la fortuna de tenerlo. Ya no puedes hacer libre uso de él sin miedo o sin dar explicaciones al Estado, que teme que le engañes. Pero, y a ti, aparte de uno mismo, ¿quién te engaña? ¿Quién te atribuye Derechos y Obligaciones? ¿No es un tanto contradictorio, al menos con la utópica libertad libertaria? Utópica porque es imposible a gran escala, pero, entonces, porqué no llamar a cada cosa por su nombre.

En nuestros días, que en ciertos aspectos simulan mayor libertad que nunca, la intimidad se encuentra comprometida, el nombre ya no es importante para reconocer a la persona, lo es el número y el pin que los diferentes sistemas te asignan para que los programas informáticos se encarguen del trabajo; ya no de vigilarte, que a un sistema de control un individuo poco importa, sino de que todo se cumpla según su programa. Son ejemplos que transformarían hasta al propio Quijote, quizá uno de los más osados a la hora de aventurarse en busca de practicar su libertad, a sabiendas de que esta le acarreará algún que otro tropiezo. Y aquí, pensando en el de la triste figura, también me viene a la mente el triste Fernando Pessoa, el escritor de los mil escritores, el hombre de los mil nombres, quien escribía en sus diarios <<He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?>> Pues eso es lo que también decidió hacer Cervantes en su encierro, siglos antes de el gran poeta lisboeta. Y enfermó a su caballero de ansias de libertad. Quijote se sentía libre en su intención de deshacer entuertos, porque estaba obligado por contrato de caballería a luchar por la justicia. Parece una contradicción, pero hay quien alcanza la libertad en un compromiso y hay don Alonso es un ejemplo genuino. Por ello, y a pesar de estar condicionado por su honor de caballería, nadie tenía poder sobre él para permitirle o prohibirle ser libre. Lo era porque había aceptado como quería que fuese, anteponiendo su ideal de justicia sobre cualquier beneficio propio, pues la idea de Quijote no era para sí, era para darse al resto —esa generosidad que define todo amor que no lo sea de boquilla—, darse al mundo que él observaba con ojos más lúcidos de los que su locura pueda hacer pensar. Incluso Cervantes bien pudo sentirse libre, incluso durante sus encierro; pues encontró libertad en su imaginación, en su pensamiento, tal vez se encontró a sí mismo y ahí, en ese rincón le gustase creer que también Quijote alcanzaba la libertad que tantos le negaban. Con cierta amargura, pero sin perder el humor, Cervantes comprendía que la libertad terminaba donde quería el sistema —suma de estado y comunidad de los que formaban parte tanto él como don Alonso—; y ningún sistema ha querido jamás y jamás querrá gente realmente libre, es decir, que pueda disponer de su libertad sin que sea controlada y guiada, cuando no condicionada o coartada...

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