La comunidad ya no existe más que en la palabra y en los discursos políticos, populistas y religiosos que la emplean para despertar algún tipo de emoción en el oyente. Se trata de emocionarle, de hacerle creer su pertenencia grupal, la que, al tiempo que calma sus sospechas de aislamiento, sirva para los fines perseguidos por los hombres y mujeres púlpito, cuyos discursos caen en los mismos estereotipos que, por extraño que parezca, todavía les funcionan cuando la persona se niega a pensar por sí misma, aunque crea estar haciéndolo. Pero las palabras desde las tribunas no pueden evitar que el ser humano se sienta aislado y que se aísle cada vez más inconsciente de su entrega al distanciamiento. Se ha creado un mundo para ello; lo hemos creado y aceptado. Nos hemos acostumbrado a vivir en esa sospecha acallada que no deja de ser una realidad cuyo origen se remonta ¿al Renacimiento? y a los paulatinos descubrimientos que nos situó frente a una nueva humanidad, la que se descubre en su existencia menguante, minúscula, que asusta porque no existen respuestas para las preguntas más básicas, aunque la ciencia vaya respondiendo cuestiones de nuestro mundo físico. El universo se hace inabarcable tras Copérnico y, paulatinamente, se va desvelando para la persona una situación pareja a la experimentada por El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), en la que nos vemos formando parte microscópica del caos y del tiempo universales. Tal vez los humanos no seamos conscientes y el abrir los ojos nos llevaría a reconocer esa soledad incluso en las relaciones más íntimas; o sobre todo en estas cuando, de repente, la cercanía que reconforta se transforma en un distancia de silencio, de reproches, de incomprensión, de impresiones inexplicables. Al menos este parece el punto de partida que Paul Haggis asume para su Crash (2004), una película sobre el aislamiento en la sociedad urbana moderna que escribió junto Bobby Moresco. En sus imágenes, la de un film coral que guarda relación con Grand Canyon (Lawrence Kasdan, 1991) y Vidas cruzas (Short Cuts, Robert Altman, 1993), la persona convive con la ansiedad, con el abuso, con la violencia, con el racismo, con la pérdida, con el miedo y el vacío que se abre bajo sus pies y le permite contemplar el abismo que agudiza el sentir la inmensidad de un universo que constantemente le recuerda su distanciamiento, su fragilidad, su naturaleza efímera, su mortalidad. En la primera escena dela película queda establecida esa sensación de aislamiento, cuando que Graham (Don Cheadle) habla a Ria (Jennifer Esposito) y emplea la idea de colisión como metáfora de la necesidad de contacto humano; la búsqueda de la colisión que devuelva la cercanía y la sensación de que el aislamiento se ha roto… A lo largo de los minutos de Crash, Haggis muestra distintas vidas, distintos aislamientos que se cruzan en una ciudad deshumanizada, aunque poblada por seres humanos que sienten, sufren, temen. Viven la tragedia moderna y, como tragedia, existe la posibilidad de redención, de catarsis. Samantha (Ariadne Díaz), la hija de Daniel (Michael Peña), teme a los monstruos. Su padre, una de las presencias protectoras del film, la calma, pues a esa edad todavía se creen las palabras y la magia protectora de los adultos. Pero a estos, ¿quién los protege, si ya no hay deidad que les vigile y cuide de ellos? Los monstruos existen y los llevamos dentro, otra cuestión es si los dejamos salir, si los mantenemos a raya o si aprendemos a convivir con ellos y los convencemos de que su monstruosidad es una de las caras de la humanidad. Y ahí, en el reconocimiento del nosotros, del que el sufrimiento no solo es mío, sino también tuyo, de todos, del que hago sufrir igual que tú lo haces, llega la redención que se produce casi siempre tras la pérdida que despierta a una realidad que ya se encontraba ahí, aunque velada hasta que se produce el impacto, esa colisión a la que alude el título de la película…

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