A priori toda expedición tiende a parecer sencilla o a semejar un asunto de locos, pero solo a posteriori puede dictaminarse si resultó un éxito o un fracaso, medidos ambos desde una perspectiva humana que no contemple más que esos dos casos extremos. Pero ¿ponerse en marcha no es ya un triunfo? ¿Y un más que posible paso por el infierno? Una expedición lleva consigo ambas posibilidades, más bien, se establece en ellas y las transita, aunque el público no lo reconozca o permanezca al margen del trayecto que separa la salida de la llegada, que en 1897 eran los dos momentos recogidos por los medios de comunicación —por entonces, los medios eran los periódicos—, salvo que la expedición llevase un cronista oficial o alguien que recogiese sus impresiones de los pasos dados, ya fuese para sí o para la engañosa posteridad. En ese camino que separa la idea originaria de la meta se encuentra la verdadera razón de ser del expedicionario —del escritor, del cineasta, del pintor…, pues, en cierto modo, crear una obra no deja de ser una expedición por lugares íntimos que cobrarán formas visibles o audibles—. Su espíritu aventurero, su obsesión por conquistar lo imposible, el deseo de ampliar los límites conocidos, el alcanzar la inmortalidad a través de las páginas de la Historia, una inmortalidad en todo caso fantaseada, nunca real ni más allá del nombre y del hecho que se recuerda en los libros. Triste eternidad, que el supuesto vencedor o derrotado no conocerá jamás, pues estará muerto y, en el más comercial y parasitario de los casos, convertido en un mito popular y en objeto de venta. ¿Qué más les mueve? ¿Qué les lleva a salir de sus hogares y de sus vidas académicas, familiares y acomodadas? ¿Insatisfacción? ¿Ambición? ¿Un ego que desborda y cae fuera de lo considerado racional? ¿La locura? ¿La persecución de un sueño? <<Qué sería de la vida sin sueños>>, dice Salomon August Andrée (Max von Sydow), sin esperar respuesta, pues no se trata de una pregunta, a Anna Charlier (Lotta Larsson), la prometida de Nils Strindberg (Göran Stangertz), cuando esta se queja de que su enamorado parta en la expedición que ha de alcanzar el Polo Norte en globo.
Corre el año 1896, año en el Jan Troell inicia la acción de El vuelo del Águila (Ingenjör Andrées Luftfärd, 1982), un año y una época en la que todavía son posibles las conquistas terrestres de lo (considerado) imposible. Los polos terrestres no se han pisado ni sobrevolado, las montañas más altas no se han escalado ni los fondos marinos son más que la idea que se pueda tener de estudios superficiales o de libros como el de Julio Verne, que más que una aventura, por momentos, parece una clase de biología marina. Jan Troll, quien, aparte de director y coguionista, también asumió la fotografía y el montaje de la película, no es como el popular escritor de Nantes, aunque detalla cada paso dado por sus personajes, antes y durante la expedición liderada por el físico y aeronauta sueco S. A. Andrée. El cineasta recrea el antes y el durante, puesto que, para los expedicionarios, no habrá después —posibilidad que no se les pasa por alto, pero que no les impide partir—. Así, expone las ideas, los preparativos y el viaje que lleva a los tres osados, Andrée, Nils y Knut Fraenkel (Sverre Anker Ousdal), hasta las cercanías del Artico donde subirán al Örnen (Águila), el globo del que comentan tiene catorce kilómetros de costuras y siete millones de puntadas, e intentarán su gesta. Mas a poco de empezar el viaje en globo, algo falla y deben abandonar el Águila en la inmensidad de la nada. Sus opciones se reducen a caminar hacia tierra conocida o hacia terra ignota, pero deciden continuar hacia lo desconocido. Sin perros que arrastren por ellos los trineos, sobre los que cargan las provisiones y la barca, han de ser ellos mismos animales de tiro y guías por un paraje blanco que se hace cada vez más inhóspito e imposible. La Historia recoge hazañas otras ni las cuenta, pero su memoria y la nuestras es de alcance limitado, caprichosa y no poco dada al adorno, pues se trata de ofrecer una explicación de los hechos. Hablaba arriba del éxito y del fracaso, de lo que determina su paso a la historia y de esta al cine y al público, al que suele gustarle contar y que les cuenten lo primero. Pero son los fracasos los que más abundan en nuestra realidad humana, desde el origen de la especie hasta la actualidad, y suelen ser estos los que más interesan o los que mejor se desarrollan en la pantalla, porque el interés reside en el intento, en el camino, en la humanidad de los personajes; entre otras, ahora me vienen a la memoria Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, Werner Herzog, 1972) y Scott de la Antártida (Scott of the Antarctic, Charles Frend, 1948)…


No hay comentarios:
Publicar un comentario