sábado, 22 de septiembre de 2012

Aguirre, la cólera de Dios (1972)


Si algo ha aclarado la Historia sería la certeza de que cualquier conquista implica un derramamiento de sangre, realidad que podría llevar a que alguien definiese a sus responsables como ególatras sanguinarios dominados por un afán incontrolable de poder y gloria, pues la inmortalidad de Alejandro, Julio César, Atila, Cortés, Napoleón y la de tantos otros costaron numerosas vidas humanas. Este tipo de personaje megalómano es el que intentó mostrar 
Werner Herzog en Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der zorn gottes, 1972), tomando como referencia a Lope de Aguirre (Klaus Kinski), explorador de origen vasco que participó en la conquista del Perú y de otros territorios en el continente americano. Sin embargo, Herzog se tomó sus libertades históricas (la misma Historia lo hace y Nadir protesta), sobre todo, en cuanto a las fuentes empleadas para narrar este viaje por la selva amazónica. El cineasta alemán ofrece la visión de Gaspar de Carvajal (Del Negro), cronista de un viaje en el que nunca participó, aunque sí acompañó a Orellana veinte años antes de que se produjese el viaje de Aguirre. Partiendo del diario ficticio del fraile domínico la historia comienza poco antes de que Gonzalo Pizarro (Alejandro Repullés) ordene a don Pedro de Ursúa (Ruy Guerra) que parta con un grupo de hombres en busca del mítico El Dorado, ciudad según cuentan las leyendas repleta de oro y tesoros de incalculable valor.


La posibilidad de grandes riquezas provoca que la ambición de los participantes en la expedición se convierta en el motor de sus actos, aunque sería probable que se tratase de individuos de dudosa moralidad, aventureros sin escrúpulos, marginados, mercenarios, exconvictos e incluso asesinos, a quienes apartarían por ser considerados una amenaza para los proyectos de la corona, peligrosidad que no tarda en descubrirse en don Lope de Aguirre, segundo comandante de la expedición, cuando se amotina contra Ursúa en el momento que este pone fin a la búsqueda de una quimera que se ha cobrado muchas vidas.

A Aguirre poco le importan las muertes de los indios que les acompañan, tampoco se inmuta si debe matar a alguno de sus hombres para controlar al resto, ni duda en disparar contra don Pedro y convertirle en su rehén, para poco después proclamar su independencia de la corona española y convertir a Fernando de Guzman (Peter Berling) en el emperador (pelele) de las tierras que arrasa. La aventura de este personaje conocido como El Loco o El Tirano, aunque él prefería llamarse a sí mismo El Peregrino, apenas posee diálogos, sólo los necesarios para ayudar a describir el descenso por el río, que sería el deambular por la locura y la irracionalidad individual y colectiva del grupo.

Aguirre, la cólera de dios fue la primera de las cinco películas en las que el director alemán contó con Klaus Kinski como protagonista, actor que por lo visto en el documental realizado por el propio HerzogMi enemigo íntimo, se deduce que poseía un temperamento irascible y un tanto especial. Quizá ese sea el motivo de que su personaje resulte creíble y temible, que atemorice en todo momento, pues en cualquier instante puede desatar esa cólera de dios a la que se refiere, una cólera que sólo tendría que ver con la locura que a veces crece en el interior de quienes se dejan arrastra por un desequilibrio que les desborda. 

Aguirre, la cólera De Dios no sólo muestra una visión de este peculiar conquistador, sino que presenta la relación de los exploradores con el entorno y con los pueblos precolombinos que los habitan, a quienes tratan como a seres inferiores (primero esclavos, y posteriormente, tras las nuevas leyes que supuestamente debían protegerles, siervos, un eufemismo que no mejoraría la situación indígena). También se aprecia un apunte hacia la intolerancia empleada para transmitir la fe cristiana en un lugar donde existían otras culturas, creencias y ritos, y donde nunca habían tenido noticia de ese cristianismo que, en muchas ocasiones, les sería impuesto empleando la violencia (contradictoria manera de predicar una palabra que defiende lo opuesto).

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