
La vida es tan breve que solo cuando nos situamos en un punto avanzado observamos que el ayer distante, el ahora fugaz, el porvenir menguante forman un suspiro en el que a veces nos buscamos en los recuerdos o nos vemos tentados al carpe diem, esa idea expresada por Horacio que invitaba a apurar al máximo lo que llamamos existencia, como si el hacerlo fuese posible y nos liberase, nos hiciese dueños de nuestras vidas y de nuestras decisiones. ¿Y los esclavos? ¿También ellos podían escoger vivir el momento? ¿O el buen poeta solo se refería a los patricios? Claro que Horacio solo fue quien lo expresó por primera vez en Odas (o así se le atribuye); otros llegaron después para animar a cosechar el día. Pero vivir el momento no implica plenitud ni ser productivo —no me refiero a cuestiones laborales, que la mayoría son útiles para unos pocos, pero improductivas para los individuos que las asumen y llevan a cabo por un salario, cuando no yugos que aceptan para no caerse de la rueda; y es que en cierto sentido somos como hámsteres—, tampoco tiene porque liberar, ni conducirte a parte alguna. Ese vive el momento no hace que tu vida te pertenezca ni que la goces, pues si siempre la estás apurando, ¿cómo saber que la disfrutas o que te pertenece? No tendrías tiempo para pensarla ni pasearla, menos aún para reinventarla en la memoria, donde se da forma a lo efímero de nuestros grandes momentos, que son aquellos que nos marcaron, no por grandes, sino porque son en los que mejor nos reconocemos. De ahí que no recordarse y no proyectarse, pueda llegar a borrarnos como individuos, pues, sin ese tiempo mental, que exige quietud y ubicarse en la contemplación, no podríamos generar la idea que tenemos de nosotros, de nuestras gentes, de nuestros espacios como parte de un todo. Sin la memoria, ¿cómo reconocernos en el tiempo? ¿Quienes seríamos en realidad, sin la constante construcción-destrucción de imágenes, sin fantasear sus posibilidades?
Aparte de individuos, formamos comunidades; nos gusten estas más o menos, lo que implica reconocernos en aspectos comunes como son los espacios, la cultura, la historia, el arte, las leyendas, el acento… Estos se sitúan más allá de la cooperación y de la convivencia, forman parte nuestra desde nuestros orígenes; es decir, los heredamos al nacer. Si tal herencia nos gusta o disgusta no es la cuestión; ni continuar hablando de aprovechar la existencia en tiempo presente —siempre se aprovecha y desaprovecha en el ahora, aunque el juicio llega a posteriori, cuando decidimos calificarlos de aciertos o errores—; como si al hacerlo se pudiese apurar hasta el último segundo de nuestras existencias o como si supiésemos a cada instante quienes somos o que queremos ser. Si uno se detiene por un instante, y se sitúa en la pausa, quizás llegue a comprender que las prisas y el momento llevan hacia lo contrario y no hagamos más que perderlo precisamente debido a la obsesiva idea de ganar o perder tiempo, de tener que aprovechar cada instante que se nos presenta como si fuese el más especial, cuando, en realidad, los instantes no se nos presentan, sino que siempre caminamos por ellos. A veces, hay que saber perder el tiempo; otras, aceptar su fuga. El “tempus fugit irreparabile est”, variante de lo escrito por Virgilio en Geórgicas, no debería obsesionarnos.
Llegados a una edad, somos conscientes de que los momentos pasados, solo podemos evocarlos, recrearlos, fantasearlos. Son demasiados tiempos y nunca suficientes, para una sola vida o para mil, para épocas pasadas y otras por pasar, para la historia y la cultura. Todos ellos se cubren de bruma y se descubren en la niebla, caminando hacia atrás, hacia los lados y hacia su final. También la quietud es un tiempo efímero, un modo de disfrutar la existencia. Solo en el aburrimiento, la mente sale a pasear y, sin apenas darse cuenta, alcanza la velocidad de la luz, la que le permite transformar y transportarse sin moverse. Algo similar realiza el caminante de Rincones sin esquinas, que logra pasear el tiempo y la memoria, la historia y el folclore, los días de lluvia y de sol…. Por eso decidí que el tiempo narrativo que uso para dar forma al libro se convirtiese de algún modo en un único tiempo, entre pasado, presente, futuro, memoria, leyenda, cultura e historia. A un tiempo narrativo así lo llamo presente abstracto, puesto que lo sitúo en el no tiempo, que es el tiempo de la memoria, de la reconstrucción de lo que no fue, sino de lo que consideramos y damos por hecho que fue, aunque diste de la realidad que nunca podremos recuperar tal cual se produjo… Ese modo de narrar fue una elección consciente, no sé si sencilla, quizás antes de tener la idea del libro ya se encontraba ahí, en mi mente, en alguno de mis rincones. Igual que el título, que remite a la memoria, esos rincones sin esquinas son el lugar del pensamiento, de los recuerdos, tanto de la persona como de la ciudad, de su colectivo del que formamos parte. En ellos, ya no existe la realidad, sino imágenes, ideas que nos hacemos, su reconstrucción, lo que creemos que fue y damos por hecho que fue. Allí, en esos rincones donde las ideas cobran las más espectrales y sorprendentes formas, el tiempo ya no es el que nos atrapa en el mundo físico, sino que se convierte en otro que siempre transitamos en tiempo presente. Las doce ya no tienen porque serlo, ni tres siglos atrás ha de ser pretérito, puede enlazarse con el siglo X o con el XX, tal es la posibilidad que ofrece la literatura y la imaginación. Esa era una de las ideas que quería plasmar en el libro y siento que lo he logrado…
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