domingo, 28 de diciembre de 2025

El último samurái (2003)


El munen es el camino del samurái hacia la armonía que quizás nunca llegue a alcanzar, su búsqueda de la paz interior en un mundo externo donde la codicia condena a estar siempre en guerra. No se trata de una pose, sino de un modo de vida que pocos samuráis seguirían o practicarían. La mayoría, supongo, como otros caballeros de latitudes distintas preferirían llenar sus arcas y entregarse a sus placeres. Pero idealizada la figura del samurái a través del cine, de la literatura, de la traición, nos llega una imagen que escapa a lo mundano para instalarse en la mítica y en algunas obras maestras de Akira Kurosawa, de Masaki Kobayashi o incluso en el Kenji Mizoguchi de Los cuarenta y siete samuráis (1941-42), cuya leyenda también inspiró a Hiroshi Inagaki entre otros cineastas que la trasladaron a la gran pantalla… Pero los suyos eran caballeros distintos a los mostrados por Hollywood, donde el humo, la velocidad en el montaje, los tópicos y los héroes, aunque los vistan de antihéroes, son característicos a la hora de recrearlos. Y si hay un actor estadounidense contemporáneo que haya hecho de (casi) todas las películas que protagoniza un vehículo para su lucimiento de héroe de celuloide ese es Tom Cruise, que se decanta por papeles heroicos, tipos sin tacha, aunque alguno como Nathan Algren lastre máculas para darle un poco de grosor emocional que permita la ilusión de que existe un conflicto interior a superar antes de que el héroe alcance su plenitud heroica, la cual poco o nada tiene que ver con el munen. Este es el caso de Nathan en El último samurái (The Last Samurai, 2003), una aventura que, en busca de épica y de tiempos de gloria, Edward Zwick ambienta en Japón durante el último cuarto del siglo XIX, cuando la modernidad, el ferrocarril y las armas de fuego llaman a las puertas del país del sol naciente, el cual, en la pantalla hollywoodiense, poco o nada tiene que ver con el reproducido por el cine japonés…


La historia de honor y redención propuesta por Zwick resulta más superficial y menos japonesa que Shogun la miniserie dirigida en 1980 por Jerry London y la novela de James Clavett que la inspiró; lo cual ya es decir. Bien podría ser un western o una de aventuras coloniales en las que se enfrenten héroes y villanos. La presentación de Nathan se produce en San Francisco, en 1876, una ciudad portuaria que se abre al Pacífico y al comercio marítimo. No se tarda en descubrir que se trata de un hombre moralmente hecho polvo, sin rumbo, estancado en su culpabilidad. En ese instante se dedica a al espectáculo, publicitando el rifle Winchester, y a compadecerse ahogando sus penas en alcohol. El capitán Nathan Algren vive desencantado con su alrededor, también consigo mismo, porque antes habría estado encantado de servir al ejército de su joven país, desencantado con la promesa incumplida de construir una gran nación, pues la realidad fue la destrucción, la sangre derramada, que ayudó a que fuesen rios, los cheyennes asesinados para quedarse con sus tierras. Entonces no opuso resistencia, apenas unas palabras, ni fue contra las órdenes que sabía criminales. Participó en la masacre de hombres, mujeres y niños. No puede olvidar y no se puede perdonar. A este ahora mercenario, condicionado por su culpabilidad, lo contrata el dueño del ferrocarril japonés, que dice ser emisario del emperador y del progreso de su país. Lo quiere para que ayude a pacificar la zona en la que un damyo se ha levantado en rebelión, una que dista de la expuesta por Masaki Kobayashi en Rebelión (Jôi-uchi: Hairyô tsuma shimatsu, 1967), pues Zwick apuesta por la imagen espectáculo, por hablar de honor porque queda bonito, pero sin prestar excesiva atención a los significados, ni a los motivos, tampoco al conflicto emocional y social, ya no de la rebelión, sino de los rebeldes que la protagonizan porque también ellos persiguen sus intereses. En ese nuevo y lejano entorno, Nathan cae herido y establece su relación con quien primeramente era el enemigo a batir. En esa relación, que le acerca a las costumbres del noble japonés, a sus valores y a su carácter, el capitán mercenario (re)descubre el honor y encuentra el camino hacia sí mismo, hacia la redención; más cuanto se observa y escucha en la pantalla no deja de ser tópico y típico, tanto en las formas cinematográficas empleadas por el director de Tiempos de gloria (Glory, 1989) para hacer película su guion, coescrito con John Logan y Marshall Herskovitz, como la trama ya vista, previsible, efectista, un sota, caballo, rey para mayor gloria del héroe Cruise

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