viernes, 2 de septiembre de 2011

La lista de Schindler (1993)


Pretender que Steven Spielberg sea quien no es, resulta estúpido; otro cantar sería si su cine gusta más o menos. Tampoco hay dos Spielberg, el supuesto de películas serias y el de películas más infantiles. Hay uno y este no precisa ir de profundo ni de intelectual. Sabe que no lo es, que su fuente no fueron los libros, sino la televisión y el cine hecho en Hollywood. Y en películas como La lista de Schindler (Schindler's List, 1993) demuestra una vez más que es un cineasta que quiere contar historias con imágenes y detalles, más que con palabras o con aspiraciones a transcender. Lo suyo es contar, narrar, acción que consiste en acercar una historia del modo más atrayente posible, no en realizar ensayos cinematográficos sobre sus personajes centrales, sus épocas y, en este caso concreto, el genocidio perpetrado por los nazis. A partir de la adaptación que Steven Zaillian realiza de la novela de Thomas Keneally —El arca de Schindler (1982)—, Spielberg rueda ficción y ficcioniza, no documenta, comprende que recrea y lo hace con solvencia, con ritmo y con la certeza de que existen héroes y heroicidades. Encuentra el suyo en su protagonista, aunque inicialmente lo muestre como un arribista: el seductor, calculador, mujeriego y egoísta con don de gentes que, en un abrir y cerrar de ojos, conquista a cuanto oficial alemán entra en el local a donde ha acudido en busca de negocio. Ese es el Schindler (Liam Neesonprevio a su contacto con Stern (Ben Kingsley), quien será su conciencia y su guía hacia la luz, y los judíos que empleará en sus fábricas para beneficiarse de la mano de obra esclava; aunque algo sucede y el hombre de negocios ambicioso desaparece para dar paso al protector generoso que Spielberg convierte en su héroe frente a la sinrazón que se descubre tanto en el gueto de Cracovia como en el campo de exterminio del comandante Amon Goeth (Ralph Fiennes), la locura hecha cuerpo y el antagonista de Schindler, a quien el oficial considera su igual.


Está claro que ni fue la primera ni ha sido la última aproximación cinematográfica a la sinrazón sufrida por el pueblo hebreo durante la Segunda Guerra Mundial, pero, hasta la fecha, sí puede decirse que
La lista de Schindler ha sido la producción más exitosa y popular que aborda el tema del holocausto. Tampoco pretende ser la mejor, ni la más evocadora, ni la visión definitiva, sino una aproximación al momento y a la barbarie desde la recreación y la invención (aunque se base en hechos reales), pues esta, aparte de la evocación empleada por Claude Lanzmann en Shoah (1985), quizá sea la única manera de aproximarse a la verdad de los hechos. Esto no empaña sus logros ni que funcione con calculada precisión desde su inicio, cuando observamos a un hombre con una idea fija y con la capacidad de seducir y de llevarla a cabo, porque sabe manejar a la gente que le puede abrir las puertas que necesitan ser abiertas. Ese hombre elegante, sin escrúpulos, ajeno a cuanto le rodea, tan solo desea enriquecerse y, para ello, se valdrá de los contactos e influencias que conquista en el restaurante donde se reúnen altos cargos del ejército alemán en Cracovia. La presentación que Spielberg hace de Oskar Schindler es explícita y precisa. Lo muestra tal cual es en ese momento: un miembro del partido nazi, no porque comparta su ideología, sino porque sabe que puede beneficiarse al posicionarse del lado de los ganadores. Schindler sabe como lidiar con esos oficiales que se encuentran en el restaurante; sabe lo que quieren porque los estudia. Comprende que la diversión y los regalos son buenas bazas para adular y así conseguir las influencias que le permitan abrir su fábrica sin contar con el capital suficiente para ello. El primer paso ha sido un éxito, ahora debe conseguir la financiación. ¿Y quién mejor que un grupo de judíos de los que se puede aprovechar? Sin más, Schindler se encuentra en una situación privilegiada. Ocupa su nuevo hogar, usurpado a la familia judía que (en un montaje en paralelo de las dos situaciones) los nazis ubican en un pequeño cuarto en el gueto, y tiene su propio equipo de trabajo, unas tres cuentas cincuenta personas a quienes no paga. Únicamente debe pagar a los alemanes por esa mano de obra barata, a quienes ya no tratan como a humanos, porque asumen que no lo son.


En un primer momento, a Schindler le dan igual los hechos que se producen ante él, la muerte, las persecuciones, las injusticias, las torturas, el atropello o el robo a los que son sometidos tanto sus trabajadores como el resto de la comunidad judía. Padres, madres, hijos son confinados en un gueto que se convertirá en su hogar-prisión, un lugar donde son condenados a perecer o resistir, pero que será un espacio mucho mejor que su posterior residencia: el campo de concentración donde las palabras dignidad, humanidad y libertad han dejado de existir. El nuevo jefe de la zona, el comandante
 demuestra desde su aparición que se trata de un sádico o de un desequilibrado, un ser sin escrúpulos, juerguista y ambicioso, a quien el dinero gusta tanto como a Oskar Schindler, quien a esas alturas ya se ha enriquecido gracias a la guerra y a la esclavitud aceptada y promovida por el partido en el poder. Sin que el empresario tenga conocimiento, Stern, su mano derecha, quien realmente dirige la fábrica, aprovecha su posición para ofrecer seguridad a muchos de los miembros de su comunidad. El contable encuentra en su nuevo jefe a un individuo a quien solo importa el dinero y las mujeres bonitas; por ello se niega una y otra vez a ofrecerle un trato amistoso que no se ha ganado, porque ¿cómo Schindler puede mostrarse impasible ante los trágicos y brutales hechos que se producen a su alrededor?


Desde una colina, Schindler observa por casualidad la llegada de las tropas al gueto y la situación que se desata a continuación alcanza tal grado de salvajismo e inhumanidad que sí le afecta. La matanza de judíos es una masacre y un sinsentido en el que la violencia, la locura y la crueldad se desenvuelven a sus anchas. Estos seres humanos son asesinados sin miramientos o conducidos a un campo de concentración donde la vida carece de valor, pues se encuentran expuestos a continuos abusos y a la certeza de la muerte. Pero Oskar no pretende perder su oportunidad de seguir acumulando dinero fácil, es su momento, la guerra lo ha hecho posible, así pues, se hace amigo del cruel comandante, un hombre que mata por simple entretenimiento, pero para su desgracia se enamora de Helen Hirsch (
Embeth Davidtz), la prisionera judía a la que ha elegido como criada. Poco a poco, Schindler deja de ser Oskar Schindler, miembro del partido nazi y empresario sin escrúpulos, para convertirse en una especie de nuevo Moisés que intentará ayudar y salvar a sus trabajadores y a otros prisioneros de una muerte injusta, de un genocidio vergüenza de la humanidad. La transformación del personaje principal se produce gracias a ese contacto en el que comprueba que aquellos a quienes no consideran personas sí lo son, el día a día, la gratitud, las esperanzas que depositan por trabajar en la fábrica, donde se siente a salvo, y el valor de aquellos que sufren un destino inmerecido y cruel, le convencen para intervenir, aunque lo hace paulatinamente, hasta que llega el momento de la verdad. Y así nace el salvador de La lista de Schindler y así se gana las simpatías del público, las mismas que Stern y el resto de víctimas de la sinrazón ya se habían ganado desde el primer instante, porque ellos son los inocentes, las víctimas y también la redención del protagonista de una película dura porque el tema lo es, pero más porque desea serlo en su pretensión de no dejar indiferente y, sin dejar espacio a la memoria o a la evocación de quien la contempla, de mostrar la barbarie sufrida por millones de judíos durante la irracionalidad nazi, y dicha pretensión es la mirada cinematográfica de Spielberg al pasado, a aquella atrocidad que escapa a cualquier intento de comprensión humana.

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