Pretender que Steven Spielberg sea quien no es, resulta estúpido; otro cantar sería si su cine gusta más o menos. Tampoco hay dos Spielberg, el supuesto de películas serias y el de películas más infantiles. Hay uno y este no precisa ir de profundo ni de intelectual. Sabe que no lo es, que su fuente no fueron los libros, sino la televisión y el cine hecho en Hollywood. Y en películas como La lista de Schindler (Schindler's List, 1993) demuestra una vez más que es un cineasta que quiere contar historias con imágenes y detalles, más que con palabras o con aspiraciones a transcender. Lo suyo es contar, narrar, acción que consiste en acercar una historia del modo más atrayente posible, no en realizar ensayos cinematográficos sobre sus personajes centrales, sus épocas y, en este caso concreto, el genocidio perpetrado por los nazis. A partir de la adaptación que Steven Zaillian realiza de la novela de Thomas Keneally —El arca de Schindler (1982)—, Spielberg rueda ficción y ficcioniza, no documenta, comprende que recrea y lo hace con solvencia, con ritmo y con la certeza de que existen héroes y heroicidades. Encuentra el suyo en su protagonista, aunque inicialmente lo muestre como un arribista: el seductor, calculador, mujeriego y egoísta con don de gentes que, en un abrir y cerrar de ojos, conquista a cuanto oficial alemán entra en el local a donde ha acudido en busca de negocio. Ese es el Schindler (Liam Neeson) previo a su contacto con Stern (Ben Kingsley), quien será su conciencia y su guía hacia la luz, y los judíos que empleará en sus fábricas para beneficiarse de la mano de obra esclava; aunque algo sucede y el hombre de negocios ambicioso desaparece para dar paso al protector generoso que Spielberg convierte en su héroe frente a la sinrazón que se descubre tanto en el gueto de Cracovia como en el campo de exterminio del comandante Amon Goeth (Ralph Fiennes), la locura hecha cuerpo y el antagonista de Schindler, a quien el oficial considera su igual.
Está claro que ni fue la primera ni ha sido la última aproximación cinematográfica a la sinrazón sufrida por el pueblo hebreo durante la Segunda Guerra Mundial, pero, hasta la fecha, sí puede decirse que La lista de Schindler ha sido la producción más exitosa y popular que aborda el tema del holocausto. Tampoco pretende ser la mejor, ni la más evocadora, ni la visión definitiva, sino una aproximación al momento y a la barbarie desde la recreación y la invención (aunque se base en hechos reales), pues esta, aparte de la evocación empleada por Claude Lanzmann en Shoah (1985), quizá sea la única manera de aproximarse a la verdad de los hechos. Esto no empaña sus logros ni que funcione con calculada precisión desde su inicio, cuando observamos a un hombre con una idea fija y con la capacidad de seducir y de llevarla a cabo, porque sabe manejar a la gente que le puede abrir las puertas que necesitan ser abiertas. Ese hombre elegante, sin escrúpulos, ajeno a cuanto le rodea, tan solo desea enriquecerse y, para ello, se valdrá de los contactos e influencias que conquista en el restaurante donde se reúnen altos cargos del ejército alemán en Cracovia. La presentación que Spielberg hace de Oskar Schindler es explícita y precisa. Lo muestra tal cual es en ese momento: un miembro del partido nazi, no porque comparta su ideología, sino porque sabe que puede beneficiarse al posicionarse del lado de los ganadores. Schindler sabe como lidiar con esos oficiales que se encuentran en el restaurante; sabe lo que quieren porque los estudia. Comprende que la diversión y los regalos son buenas bazas para adular y así conseguir las influencias que le permitan abrir su fábrica sin contar con el capital suficiente para ello. El primer paso ha sido un éxito, ahora debe conseguir la financiación. ¿Y quién mejor que un grupo de judíos de los que se puede aprovechar? Sin más, Schindler se encuentra en una situación privilegiada. Ocupa su nuevo hogar, usurpado a la familia judía que (en un montaje en paralelo de las dos situaciones) los nazis ubican en un pequeño cuarto en el gueto, y tiene su propio equipo de trabajo, unas tres cuentas cincuenta personas a quienes no paga. Únicamente debe pagar a los alemanes por esa mano de obra barata, a quienes ya no tratan como a humanos, porque asumen que no lo son.
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