lunes, 4 de julio de 2011

Salvar al soldado Ryan (1998)


En sus películas, Steven Spielberg, cineasta de innegable ritmo y capacidad visual, no pretende un pensamiento complejo ni conflictivo que aparte de sus propuestas al público mayoritario, definido este (sin distinguir sus muchas excepciones) como el que prefiere dedicar dos horas a un film que dos horas a un libro, o que en ambos casos, película y libro, no le exijan profundizar ni abandonar su acomodo cerebral, justificando su pereza en el que solo quiere entretenerse o consumir aquello que no le canse después de una cansina jornada laboral. En este aspecto, el director de E. T. (1982) prioriza a los espectadores y pocas veces los posiciona en la incomodidad reflexiva, tal vez en algunos momentos de Múnich (2005) y Lincoln (2012). Prefiere regalarles héroes, aventuras y superficies transitables donde aflore el espectáculo y venza la “moral” estadounidense, en su idea de establecer límites entre “buenos” y “malos”, la que le acerca más a Cecil B. DeMille que a Chaplin, que era inglés, simpáticamente inconformista y más humanista que el responsable de Por el valle de las sombras (The Story of Dr. Wassell, 1944), o ser testigos de una generosidad y bondad a prueba de males, que le aproxima a Frank Capra. Hay una serie de influencias en él, y la mayoría son cinematográficas, no dudo que entre ellas se cuenten las de John Ford, Howard Hawks y Alfred Hitchcock, y de la cultura popular con la que contactaría desde su niñez a través de la televisión, el cine, la radio, el cómic; algo por otra parte lógico y común, que ha hecho de su cine el que es: un cine que encaja perfectamente con el gusto popular, lo cual no resulta sencillo de lograr. Por ejemplo, en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), que no es anti militarista ni antibelicista, conecta con el estadounidense medio y no entra en conflicto con la “naturaleza” armamentística y bélica de su país, como sí hacen o hicieron cineastas compatriotas suyos con mayores aspiraciones críticas, elitistas e intelectuales: Stanley Kubrick, Dalton Trumbo, Samuel Fuller, Oliver Stone o Terence Malick. El cine bélico de Spielberg —dudo incluir incluir aquí El imperio del sol (Empire of the Sun, 1987) y La lista de Schindler (Schindler’s List, 1995); sí Salvar al soldado Ryan, Caballo de batalla (War Horse, 2011) y, como productor, las televisivas Hermanos de sangre (Band of Brothers, 2002) y The Pacific (2010), su bélico más complejo— es más proclive al impacto visual, con el que no deja respirar ni reflexionar a su público, como pretende y logra en el desembarco en la playa “Omaha” o en la parte final de la aventura que ubica en la Segunda Guerra Mundial, interpretando “aventura” como la superación de obstáculos en pos de una meta. Otra de las características del cine de Spielberg se halla en creer en la existencia de héroes y no duda en exaltar la heroicidad del grupo que se lanza a la búsqueda y rescate de Ryan. En todo caso, no hay en Spielberg una reflexión existencial, como la que prima en Malick y La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998), ni el antimilitarismo sobre el que Kubrick edifica su Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) o La chaqueta metálica (The Full Metal Jacket, 1987); tampoco se encuentra en Spielberg la mirada crítica y sincera con la que Fuller ve la guerra en Uno Rojo, división de choque (Big Red One, 1980). En Salvar al soldado Ryan, a pesar de que la cámara y el director intiman con los personajes, no se acercan a un conflicto más allá del aparente dilema o de ganarse el derecho de volver a casa, que es la idea motora del capitán Miller (Tom Hanks) y una justificación que suena “bonita”, pero, tras su aparente carga sensible y emotiva, ¿qué plantea?


Barras, estrellas, familia, un hijo que fotografía el caminar del padre, cruces blancas en un cementerio militar y el hombre que se detiene y las contempla, emocionado, desfilan durante el familiar y patriótico arranque de 
Salvar al soldado Ryan. Son los primeros minutos en el presente, instantes que obedecen al humanismo impuesto por Steven Spielberg y a su intención de introducir imágenes que asumen una función emocional, prescindible, a mi parecer, que busca sensibilizar y justificar, con la presencia de banderas, de un núcleo familiar y del Ryan anciano, el acatamiento de las órdenes y el sacrificio de los ocho hombres que veremos poco después, ya en el pasado, el 6 de junio de 1944. Las imágenes del cementerio conectan con el desembarco de Normandía, quizá el día D cinematográfico más aparatoso, sangriento y con pretensiones realistas; otra cuestión es sí logra plasmar la realidad allí vivida, puesto que pretenderlo no implica necesariamente conseguirlo. La muerte, la sangre, las vísceras, los cuerpos en llamas o las explosiones no transmiten el horror de la guerra, son parte del espectáculo que Spielberg propone al público, que, inmunizado por la televisión, los videojuegos y el cine, las recibe como parte del show y de la épica. Spielberg filma un desembarco que busca el impacto, lo busca sin rubor, y lo recrea a partir de su gran despliegue técnico, con los efectos sonoros, con imágenes nerviosas y el montaje de Michael Kahn. La cámara se mueve sin pausa, lo hace de un lugar a otro, persigue las balas y su contacto con los cuerpos que han sido transportados a la playa francesa donde las ametralladoras alemanas no dejan de disparar. Los soldados son conscientes de que la muerte aguarda en cuanto abandonen las lanchas. La cámara capta rostros anónimos, la palidez y el temblor del miedo, y más caras de sin nombres que cumplen órdenes y saltan al agua e intentan alcanzar la orilla. Las balas, las explosiones, los primeros cadáveres, antes incluso de poner un pie sobre la arena, muestran una crudeza que habla por sí misma: les destroza, les hiere o acaba con muchos de ellos. Las imágenes muestran los estragos de la metralla y de las explosiones: sangre, vísceras y cadáveres que se amontonan mientras los jóvenes aún con vida se reponen a las primeras impresiones y avanzan a la conquista del arenal donde o se muere o se sobrevive. Es la situación desesperada, es la presencia de la muerte, de los brazos sin cuerpo y de los cuerpos sin piernas. y allí, como salido del propio caos, surge la figura del capitán Miller, testigo, partícipe y líder de la carne humana que le sigue al matadero porque confían en su autoridad y cumplen su cometido: morir, resistir, sobrevivir, posicionarse y abrir la vía de escape que les aleje del infierno de agua y arena.


Omitida la introducción en el presente, el arranque del film atrapa al espectador y lo prepara para acompañar a un pequeño pelotón en una misión inusual: encontrar a un solo hombre, el soldado James Ryan (Matt Damon). ¿Por qué? Spielberg nos responde a esta pregunta introduciendo los cuerpos sin vida de dos soldados y la inmediata secuencia en la oficina de bajas y la posterior en el hogar de la familia Ryan, donde una madre se derrumba cuando llega el automóvil del ejército con la terrible noticia. Tres de sus cuatro hijos han muerto en combate; solo James está con vida, al menos no hay confirmación de que haya caído, ni seguridad de que no lo haya hecho. Cuando el cineasta traslada la acción a la oficina de bajas, presta atención a varias empleadas. Una, descubre lo insólito y se lo comunica a su superior, y este al suyo y así hasta llegar al general Marshall. Con este encadenado, está todo dicho y no se precisaría más información para comprender la situación, pero Spielberg no siempre sutil, insiste en su empeño de sensibilizar (más que de informar, puesto que ya lo ha hecho y volverá a hacerlo) e introduce en el despacho del jefe del estado mayor estadounidense la lectura de una carta que, el general ya parece tener preparada de antemano, justifica la misión que ordena y prioriza. La intención se comprende generosa, salvo que se trata de una generosidad de despacho, de una que en ningún instante duda sobre el hecho de valorar una vida y la de ocho. Cabría preguntarse si, como el general parece considerar, la misión responde a una intención moral o disfraza de moral la inmoralidad de decidir quién vive y quién muere. Pero la respuesta carecería de importancia, ya que en la guerra no hay espacio para lo moral; eso quedó atrás, igual que las causas e intereses que la precedieron. Inicialmente, los componentes del pelotón no encuentran sentido a la misión, pero la aceptan porque es una orden de una autoridad superior. Así pues, caminan en busca de su hombre, a quien deben devolver a casa sano y salvo. Acatar el mandato conlleva conflicto y el sacrificio de sus propias existencias; lo saben, pero no lo hacen por un desconocido del que nada saben. ¿Por qué lo hacen? ¿Vale la vida de Ryan más que las suyas? ¿No tienen ellos madres que aguardan su regreso? ¿O no habrá madres que han visto partir a su único hijo? No sin aparente lógica, de eso se queja el soldado Reiben (Edward Burns) durante buena parte de la marcha por una Francia ocupada donde el pelotón se encuentra con tropas desperdigadas y masacradas; y con situaciones que no se producirían en una contienda utópica, regida por códigos de honor y justicia como los pronunciados por el cabo (Jeremy Davies) a quien Miller escoge como traductor. Desde el principio se descubre la violencia y el odio que transforma los actos de los hombres en inmorales, e incluso en criminales como la matanza de varios soldados alemanes que se rinden tras la conquista de la playa. ¿Pretende Spielberg decirnos que la guerra puede con los hombres, les marca, les afecta emocionalmente y finalmente les transforma? Eso parece, al menos esa es la sensación a primera vista, pero si se mira con mayor detenimiento, Spielberg no realiza un film antibelicista, ni antimilitarista; cree y crea héroes como Miller, que habla a sus subordinados de decencia, de su ausencia, y de la posibilidad de recuperarla si rescatan a Ryan. Esa posibilidad, lo justifica y provoca que tome la misión de encontrar al soldado como su derecho a regresar a casa, porque, como reconoce a sus hombres, cada vez que mata se encuentra más lejos del hogar, y de ahí que salvar a Ryan signifique su redención y la de cada uno de los miembros del grupo, que sufren juntos, temen juntos y mueren solos.

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