Experimental e innovadora, la Juana de Arco realizada por Carl Theodor Dreyer puede o no gustar, molestar, sorprender, aburrir, entretener, provocar incomprensión y otras reacciones o dejar indiferente, aunque estas son cuestiones que, como en cualquier otra película, remiten a los gustos personales, y ni confirman ni niegan que se trate de un título imprescindible para y en el devenir del cine como medio de expresión artística. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne D'Arc, 1928) es un film fundamental por la manera en la que Dreyer busca y experimenta <<una forma simplificada y abreviada para alcanzar [...] un realismo psicológico>>* al que, como espectadores, accedemos a través de los primeros y primerísimos planos que el cineasta empalma a lo largo del film para penetrar en la interioridad de su protagonista (Reneé Falconetti), en su sufrimiento, en su lucha, en su subjetividad humana, en definitiva, en la verdad interior que la hace ser y que ha deparado la situación externa y extrema que padece durante el metraje que encierra a sus personajes en un espacio acotado y opresivo. Es evidente que a Dreyer no le interesa la Juana de Arco heroína francesa, tampoco nos plantea si se trata de una persona desequilibrada o de una iluminada, al realizador danés le atrae e interesa el ser humano que habita tras el rostro, en especial los ojos, los cuales sirven a la cámara de puerta de acceso al dolor, a la certeza o a la pasión que Juana vive durante el proceso que la juzga por herejía. A todas luces, estamos ante un film distinto, una película de rostros que se desarrolla en un plano psicológico que no tiene cuerpo físico, de ahí que el decorado apenas interese y su presencia resulte mínima, pero sí tiene un cuerpo que se intuye y que se confirma en nuestra comprensión de las imágenes, pues La pasión de Juana de Arco fluye en ese interior que se exterioriza en caras, ojos y expresiones faciales que no buscan entretener, sino transmitir las dos verdades que se enfrentan en los planos/contraplanos de la acusada y acusadores. Ambas son verdades abstractas, fruto de comprensiones e incomprensiones, de ignorancias o de aceptaciones que validan esto y anulan aquello y también de creencias que, en el caso de los inquisidores de Juana, no pueden aceptar otras, ni como parte de la verdad de la muchacha (ella no duda que sea real su contacto divino) ni como parte de la fe que profesa y que ellos mismos defienden (la existencia de Dios). Juana vive en el convencimiento de haber sido elegida para llevar a cabo designios divinos (un tanto subjetivos, pues se trata de liberar a Francia de la presencia inglesa), algo que sus jueces rechazan de plano, quizá porque esa supuesta voluntad divina choca contra sus intereses terrenales o quizá porque sinceramente creen que la joven confunde la identidad del ser que la ha escogido. En ningún caso el tribunal asume que las palabras de Juana puedan ser válidas, cuando, en realidad, lo son para ella. De modo que niegan de antemano el pensamiento de la doncella e imponen el propio en forma de constantes ataques verbales y preguntas con las que quieren demostrar que la acusada es víctima del diablo. Los hechos que se suceden nos muestran sin adornos el padecimiento de quien no puede renegar de la verdad que le ha sido desvelada, sea o no real, ya que para ella se ha convertido en su realidad. La postura contraria tampoco puede ser juzgada desde la simplicidad, puesto que se trata de una postura que, intolerante, no deja de ser otra realidad, la de los acusadores, y en ella creen y, al menos, con ella pretenden salvaguardar su verdad y salvar el alma de la chica a quien dicen ayudar, aunque dicha ayuda consista en forzarla al límite de su aguante o amenazarla con la tortura que Dreyer visualiza en la máquina giratoria destinada a "limpiar almas" a base de brutalidad y dolor físico.
*Carl Theodor Dreyer. Reflexiones sobre mi oficio. Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1999
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