martes, 24 de enero de 2017

Olimpiada (1936-1938)


Algunas de las críticas recibidas por Olimpiada (Olympia) años después de su estreno incidían en su evidente culto al cuerpo como parte de la exaltación de la ideología nazi. Sin embargo esta postura estaría más que nada condicionada por la vinculación de su responsable con el Régimen y el cine de propaganda nacionalsocialista, ya que, se quiera o no, el culto al cuerpo es intrínseco a la propia naturaleza de los Juegos Olímpicos, ¿o se puede negar que en ellos participan atletas cuya preparación física supera en horas de entrenamiento a un alto porcentaje de quienes lo hacen desde las gradas o acomodados sobre los sofás de sus hogares? Habría más acusaciones y también muchos halagos, rebatibles o aceptables según quien los interprete, sin embargo, en Olimpiada la exaltación ideológica no se encuentra en la anatomía humana que sí ensalza, ni en la competición ni en la entrega de los participantes que se dejan ver a lo largo de su metraje. La búsqueda de la belleza física formaría parte de la intención creativa de Leni Riefenstahl y no de la panfletaria que por supuesto existe, aunque no se muestra de forma directa como sí sucede en El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, 1935). La propaganda de Olimpiada resulta más sutil y se encuentra en la adulterada y falsa estampa de alegría, hermanamiento y libertad que los líderes nazis quisieron ofrecer a la comunidad internacional, mientras continuaban llevando a cabo la sinrazón que el mundo no tardaría en descubrir y sufrir. Para ganar credibilidad, simpatías y el mayor tiempo posible (los planes bélicos iniciales de Hitler no contemplaban que la guerra se iniciase ni tan pronto ni que en ella participasen Reino Unido, Francia y, más adelante, Estados Unidos, pues él miraba hacia el este de Europa para ampliar su "espacio vital"), el gobierno nazi vio en los juegos la oportunidad de un lavado de cara, de modo que durante la celebración se indicó que no se hostigara a los judíos y judías alemanes, que se confinara a la comunidad gitana en campos de concentración y que se eliminara de las calles de la capital cualquier atisbo de miseria, vagabundeo y violencia. La idea sería la de conquistar al público y a la prensa extranjera que acudían al evento empleando la parafernalia y el aparente bienestar que se respiraba en una competición de gran repercusión mediática que serviría para mostrar al mundo ese rostro amistoso que solo engañaría a quien quisiera dejarse engañar, pues evidencias de sus intenciones había de sobra y, por desgracia, habría muchas más. Como consecuencia en el film no hay cabida para discursos políticos, tampoco para un excesivo protagonismo de los atletas alemanes, ya que este es compartido, y sí para la armoniosa exposición de una competición filmada con todas las facilidades que, mediante una financiación oculta, el Tercer Reich puso a disposición de Rienfenstahl. La realizadora contó con un equipo que superaba la treintena de operadores de cámara, con los últimos adelantos técnicos y con el control absoluto del proyecto, al que, gracias a su capacidad de composición en la sala de edición, dotó de drama, tensión y emoción. Los miles de metros de película filmados, la exhaustiva preparación previa (aunque su responsable dijo que no hubo ningún plan de rodaje), las posteriores recreaciones y, sobre todo, el laborioso montaje, apartan a Olimpiada de lo que en la actualidad se entiende por retransmisión deportiva, aún es más, rehuye de ella para crear su propia mitología, aquella que despierta en el pasado de la Antigua Grecia y recorre media Europa hasta alcanzar el presente en el estadio olímpico de Berlín, donde las delegaciones de los distintos países participantes pasean enarbolando sus banderas y saludando a los asistentes, entre quienes se contaba el líder nazi. Los juegos Olímpicos de 1936 dieron comienzo, aunque tendrían que pasar dos años hasta el estreno de las dos partes en las que se dividió una producción que fue premiada en Venecia, también por el Comité Olímpico e imitada sin el mismo éxito en sucesivos proyectos. Aunque posiblemente inconsciente de ello, con Olimpiada, Leni Reifenstahl abría el camino para las futuras retransmisiones televisivas, introduciendo zanjas a pie de pista, planos secuencias para las pruebas de medio fondo, primeros planos de los rostros de los deportistas o raíles para las cámaras, como los que rodean la zona del lanzamiento de martillo para seguir los movimientos de los lanzadores, pero siempre priorizando la dramatización de la acción y de los participantes, entre ellos el gran velocista estadounidense Jesse Owens, que, para contradicción y oprobio de la inexistente raza superior, se convirtió en leyenda del olimpismo al ganar cuatro medallas de oro, batir varios récords mundiales y demostrar que las ideas raciales solo son fruto de la ignorancia, de los intereses y del odio de quienes las fomentan. La primera parte de Olimpiada, titulada El festival de las naciones (Fest der Völker), engloba en su totalidad las pruebas de atletismo que se celebran en el estadio olímpico mientras que la segunda, El festival de la belleza (Fest der Schönheit), se aleja del recinto deportivo para poetizar el esfuerzo de los corredores en la maratón, la coordinación de los remeros o los alabados saltos de trampolín. Pero lo más destacado de la película no son las pruebas en sí mismas, sino su estética, su armonía, su montaje y la calidad técnica desplegada por Riefenstahl y los miembros de su equipo, quienes rodaron las imágenes que hicieron posible un documento cuyo valor cinematográfico se vio ensombrecido por las circunstancias históricas en las que fue gestado.

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