miércoles, 11 de enero de 2017

Los asesinos están entre nosotros (1946)


La conferencia celebrada en Yalta en febrero 1945 supuso un cambio sustancial en el mapa geopolítico europeo. En la ciudad crimea, entre otras cuestiones, los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y la Unión de Repúblicas Socialistas se repartieron la responsabilidad de supervisar la transición política de los distintos territorios liberados y vencidos, lo cual deparó entre otras cuestiones la partición de Alemania en cuatro sectores y el posterior nacimiento de los dos grandes bloques que no tardarían en enfrentarse en lo que se dio a conocer como Guerra Fría. El ejemplo más claro de esta división de intereses se produjo en la propia Alemania, donde, tras devolver los territorios controlados por los aliados al pueblo alemán, se crearon dos estados antagónicos: La República Federal y la República Democrática. Nacido de manera oficial en 1949, en este último país, como en el resto de los controlados por la Unión Soviética desde la liberación hasta finales de la década de 1980, el modelo político impuesto afectó de manera directa a las libertades individuales y culturales, pero al contrario que en Polonia, Hungría o la antigua Checoslovaquia, que vivieron un periodo de deshielo a partir de la segunda mitad de los años cincuenta, en la Alemania oriental este no se produjo, lo cual afectó de manera directa al cine allí realizado. Sin embargo, en la inmediata posguerra el realizador Wolfgang Staudte rodó la primera película filmada en Alemania tras el conflicto, una película rodada en el sector soviético que, ajena a maniqueísmos posteriores y desde el realismo fantasmagórico de un Berlín destruido por las bombas, mostró una nación en reconstrucción donde las heridas y los remordimientos del pasado reciente y las esperanzas futuras (espejismos quizá) se representan en sus dos personajes principales. Los asesinos están entre nosotros (Die Mörder sind unter uns, 1946) concede el protagonismo a una pareja de desconocidos que habitan en el mismo piso destruido por las bombas: el doctor Hans Mertens (Wilhelm Borchert), alcoholizado en su incapacidad de olvidar, y Susanne Wallner (Hildegard Knef), recién liberada de un campo de concentración. Si el primero vive atormentado por los hechos pretéritos que asolan cada segundo de su presente, la segunda mira esperanzada hacia un nuevo amanecer que semeja improbable, pero su talante positivo provoca su creencia en ese mañana idealizado que desea compartir con su compañero de piso. A su necesidad de creer y a su preocupación por el destructivo pesimismo del doctor se une el amor que nace entre ellos, pero dicho sentimiento encuentra su obstáculo en el tiempo de guerra que pervive en el ambiente y del cual Mertens no habla, al menos no de su experiencia, de la cual rehuye (aunque se intuye en sus palabras y en su comportamiento) hasta que sus fantasmas se materializan en la figura de Brückner (Arno Paulsen), su antiguo superior en el ejército, a quien daba por muerto y a quien pretende matar para hacer justicia a las víctimas que pueblan las imágenes que le persiguen e imposibilitan su existencia actual. Ajeno a cualquier sentimiento de culpa, Brückner se encuentra rodeado de las comodidades que brillan por su ausencia en el resto de los espacios sombríos y destrozados por donde deambulan las imágenes de una película cruda y sincera, en la que el pasado no puede ser olvidado por ese doctor que, como tantos otros alemanes y alemanas de su época, se pregunta por qué no hizo nada para impedir los actos de individuos como su antagonista, un oficial a quien en el flashback que se inserta hacia el final del film se descubre en fechas navideñas ordenando matar más de trescientos civiles, entre ellos mujeres y niños, desoyendo la petición de clemencia de Mertens, quien más allá de este gesto silenció su protesta. El retroceso temporal explica el dolor y el sentimiento de culpa que atormenta al cirujano, aunque en dos momentos puntuales el galeno parece renacer de sus cenizas, cuando, por un instante y contra su voluntad, vuelve a ejercer, y en la presencia final de Susanne, cuya luminosidad le abre una puerta incierta a ese futuro que no resultaría ser igual al soñado por ella.



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