martes, 27 de septiembre de 2011

La carga de la Brigada Ligera (1936)

Luciendo sonrisa y bigote, Errol Flynn tomó el relevo cinematográfico del inimitable Douglas Farbainks y se convirtió en el héroe épico de la segunda mitad de la década de 1930 y parte de la siguiente. Primero lo hizo de la mano de Michael Curtiz en El capitán Blood (Captain Blood, 1935), La carga de la Brigada Ligera (The charge of the Light Brigade, 1936) o Las aventuras de Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938) -codirigida por William Keighley-, y más adelante fue Raoul Walsh quien le sirvió de guía en Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots on, 1941) u Objetivo Birmania (Objective Burma, 1945), pero esa misma imagen, que abrazó con sumo gusto, lo condenó al eterno retorno, a ser una y otra vez la fantasía del aventurero que le dio fama y, sin la dirección de Curtiz y Walsh, a ser la caricatura de los personajes que lo encumbraron. A pesar de sus evidentes limitaciones dramáticas, por aquel entonces -junto a Gary Cooper- el actor representó mejor que ningún otro la esencia de la épica, del honor, de la lealtad y del valor idealizados por la ensoñación hollywoodiense que, como cualquier ensoñación, escapaba a la realidad. Esta no tenía cabida en la romántica, mercantil y conservadora concepción del Hollywood dorado, un mundo escapista donde adulterar y soñar vendía mejor que exponer. Hoy, aquel tipo de cine resulta tan imposible como sus héroes, que perviven en la memoria y en la fantasía, en su invitación a soñar. Insobornables, leales, valientes, audaces, infalibles, eran fuente de inspiración para juegos infantiles y para la admiración de cuantos idealizaban a través de ellos sus propias fantasías y aventuras, sus romances imposibles o batallas igual de imposibles donde el horror desaparecía y donde la inocencia popular se extasiaba en su viaje a la acción y a la épica. Daba igual que se alterasen hechos o que el héroe viviese o muriese al final de su trayecto, puesto que en ambos casos los atributos heroicos vencían. Sus victorias alcanzaban la inmortalidad que ejemplifica La carga de la Brigada Ligera, película que reúne cuando se puede pedir a una aventura colonial de la década de 1930 -buenos, malos, romance, lucha, honor, gloria, espacios lejanos,...-, además de transitar en su espectacular parte final por una de las cargas bélicas más famosas de la historia del cine. La mezcla de aventura colonial y de épica bélica lucen en manos de Curtiz, que inicia el periplo por la irrealidad honrando la memoria de los seiscientos jinetes del 27º de lanceros británicos que en 1854 dejaron su vida en la desastrosa e inútil carga de Balaklava, en la península de Crimea. Esta información indica el rumbo que tomará el film antes de alcanzar ese clímax final que transforma un sinsentido táctico y militar en la más sublime de las victorias, algo que solo el arte y la propaganda son capaces de lograr. Los diferentes momentos expuestos en la pantalla conducen hacia el valle de la muerte, pero, al inicio, la acción se desarrolla lejos de los cañones rusos; se ubica en los dominios de Surat Khan (C. Henry Gordon), el príncipe de las tribus suristanies de la frontera y el villano de la función, pues todo héroe nacido en la fantasía (que es donde nacen y viven) necesita su opuesto. Son los antagónicos que se precisan para que se produzca el enfrentamiento hollywoodiense por excelencia, aquel en el que el bueno siempre vence al malo. Así de simple, porque así de simple fue la perspectiva (histórica) escogida para crear espectáculo, que, por su misma razón de ser, rechazaba cualquier posibilidad crítica sobre los sucesos o un tono satírico tan contundente como el asumido tres décadas después por Tony Richardson en la producción británica La última carga (The Charge of the Ligh Brigade, 1968).



 Durante su entrevista con Sir Charles Mason (Harry Stephenson), Khan escucha que el gobierno británico le retira la ayuda económica de la que habría disfrutado hasta entonces. La noticia del bloqueo económico no le agrada, aunque disimula su reacción e invita a sus huéspedes a la partida de caza donde el capitán Geoffrey Vickers (Errol Flynn) le salva de la muerte, contrayendo con el oficial inglés una deuda de vida. La introducción no es caprichosa, obedece a la doble intención de presentar opuestos y establecer antipatías y simpatías. Queda claro que Vickers es el héroe. ¿Quién si no Flynn, catapultado a la fama tras el éxito de El capitán Blood? No hay más que añadir, salvo aumentar su heroicidad a lo largo del metraje, superando trabas y desengaños o falsificando la orden que le posibilite su venganza. Ya en Calcuta, olvida su encuentro con Khan y corre hacia el romance, aunque en esta ocasión se trata de desamor, que abre una dimensión inesperada para el héroe e introduce la sospecha de que no siempre vence. Pero esto no es del todo cierto, ya que el amor no correspondido elevará su generosidad y su sacrificio a cotas inalcanzables en caso de que Elsa (Olivia de Havilland), su prometida, lo amase a él y no a Perry Vickers (Patric Knowles), como resulta ser. El triángulo amoroso apunta conflicto, pero Curtiz no precisa desarrollarlo, ni en ese instante ni en ningún otro, basta con alargar su presencia durante el metraje y, entre las notas de humor aportadas por el matrimonio Warrenton, dejar el protagonismo a la acción, prioritaria, de ahí que Geoffrey siempre se encuentre en movimiento y sin tiempo para poner en orden sus asuntos personales. Se debe al ejército, y lo acepta sin mostrar la contrariedad que sí existe en el protagonista de Las cuatro plumas (Four Feathers; Zoltan Korda, 1939). La heroicidad de Vickers viene de serie, es innata a su personalidad o a su ausencia (ya que se trata de un estereotipo), como demuestra durante su viaje de regreso de Arabia. Cual Ulises, se vale del engaño y, sin temer por su vida, asume que puede ahuyentar a una fuerza enemiga que les supera en número. Sin apenas despeinarse, demuestra su valía; solo algo de polvo en su rostro, una bala amiga que le roza y el gesto de humor con el que concluye su periplo por tierras arábigas. De nuevo en India lo destinan al puesto fronterizo de Chukoti, donde espera reunirse con Elsa, pero, una vez más, el deber militar se impone. Las tropas de Khan atacan el puesto fronterizo y lo reducen a la nada, matando a los ocupantes, mujeres y niños incluidos. La masacre, consecuencia de la traición del villano que ha roto su palabra, señalan su vileza y esta justifica cualquier acción posterior de los colonizadores británicos -el propio Hollywood siempre se ha sentido colonizador de mercados exteriores- y, sobre todo, determinan los minutos finales de La carga de la Brigada Ligera, que se inician con la impresión en la pantalla de un verso del poema de Alfred Tennyson. <<Cañones a su derecha/cañones a su izquierda/cañones detrás de ellos.../cabalgaron los seiscientos>>. El poeta británico canta para inmortalizar la supuesta hazaña del "Veintisiete", y Curtiz compone una loa cinematográfica a los orgullosos y decididos jinetes que avanzan por el valle de la muerte al compás de la partitura de Max Steiner, la cual agudiza y exalta más si cabe el carácter épico de los <<nobles seiscientos>> y del héroe interpretado por Flynn.

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