jueves, 30 de enero de 2025

El día de los muertos (1985)

La tercera entrega de zombies de George A. Romero, El día de los muertos (Day of the Dead, 1985) no desmerece en descaro y sátira respecto a lo ya expuesto en La noche de los muertos vivientes (The Night of the Dead, 1968) y en Zombie (El amanecer del los muertos vivientes) (Dawn of the Dead, 1978). Pero, del mismo modo que estas, El día de los muertos funciona como unidad cerrada, salvo por la amenaza que comparten, la cual resulta relativa, pues la verdadera amenaza para el ser humano se encuentra en otro humano. Esto ya lo apunta Romero en Zombie, cuando el grupo de saqueadores entra en el centro comercial donde se encuentra el cuarteto protagonista, pero aquí lo desarrolla y se permite enfrentar el sentido común al totalitarismo militar, el que asume el capitán Rhodes (Joseph Pilato), y a la divinización de la ciencia que representa el doctor Logan (Richard Liberty), a quien, no sin motivo, llaman Frankenstein.

En esta tercera muestra, que su autor situó entre las preferidas de las suyas, Romero continúa su recorrido satírico por un mundo infantilizado y violento, pero sobre todo amenazado por la ausencia de inteligencia, pero no de emociones humanas, que se encuentran a flor de piel en individuos como Miguel (Anthony Dileo, Jr.) e incluso en el capitán que asume el mando. Romero toma tres grupos y los encierra en una base subterránea: militar, científico y los dos trabajadores, piloto y mecánico, que forman la pareja a la que se une la doctora Sarah Bowman (Lori Cardille), el personaje que asume mayor protagonismo que el resto. Inicialmente, la pareja, John (Terry Alexander) y Bill (Jarlah Conroy), se mantiene al margen de la ciencia y de la marcialidad que colisionan en ese espacio cerrado donde a duras penas sobreviven a la amenaza zombie; aunque en el caso de Bill y John, la supervivencia no es lo que les define. Ellos buscan la mayor comodidad posible; es decir, no pierden un rasgo tan reconociblemente humano como la búsqueda del bienestar, incluso en un medio inhóspito donde la ausencia de pensamiento racional —que sería algo así como el planearse su situación y cuestionarla— no es de exclusividad zombie; también se puede percibir en algunos de los individuos que, supuestamente, todavía son pensantes y emocionales. Sobre todo, tal ausencia se observa dentro del grupo militar, acostumbrado a acatar órdenes, sin plantearse motivos ni atenerse a razones.

El mundo zombie se caracteriza por su deshumanización; no cabe otra, pues lo humano, tal como se había conocido hasta el brote vírico y contagio, se encuentra al borde de la extinción. Dicho de otro modo: el ser humano ya apenas tiene cabida y lucha: por no perder su humanidad (el trío), por no extinguirse (los militares al mando de Rhodes), por dominar el caos (Logan); en estos dos últimos casos, también por prevalecer e imponerse. Romero centra su trama alrededor del grupo de supervivientes que resiste, pero que se encuentra al límite. Parte del mismo se dedica a investigar las causas y las posibles soluciones del mal que se propaga a mordiscos, pero eso solo es la excusa del cineasta para expresarse y burlarse. Su interés reside en enfrentar diferentes comportamientos humanos y el control que se ejerce sobre estos, incluso en los zombies con quien Logan ensaya en su creencia de condicionarlos y controlarlos; pretende hacer de ellos sus siervos y sus hijos. Asume un rol divino. Parece claro que el estado zombie en El día de los muertos regresa al origen humano, al primitivismo en el que la necesidad básica, instintiva, es la alimentación. Los primeros homínidos se mueven en busca de los nutrientes que les permitan sobrevivir en su adaptación al medio; los zombies caminan en busca de la carne humana y esa primera finalidad, que les lleva a caminar para cubrir la necesidad básica, implica nuevas metas, introduce la posibilidad de evolucionar. Y eso es lo que Logan asume, que el zombie puede evolucionar, incluso a aprender, a partir de los recuerdos de la vida pasada (una especie de reminiscencia), a reconocer y emplear herramientas, lo cual implica un inicio en el desarrollo de la inteligencia, pero solo la precisa para dejarse controlar, puesto que el científico los quiere esclavos; lo que tampoco resulta novedoso en el planeta…



miércoles, 29 de enero de 2025

Rock & Rule (1983)

Rock, fantasía, animación, desenfado, podría ser la suma que deparase Heavy Metal (Gerald Potterton, 1981) o, con anterioridad, la beattle Yellow Submarine (George Dunning, 1968), e igual de válida para resultar la canadiense Rock and Rule (Clive A. Smith, 1983), un film de dibujos animados que, entre sus mayores atractivos, también cuenta con la presencia de nombres propios de la música: Debbie Harry, la cantante de Blondie, Lou Reed, Iggy Pop o el grupo Cheap Trick, al que ya se escuchan dos canciones en la fantasía musical dirigida por Potterton. Pero, aparte, ¿qué tiene que cantar y contar? Su historia, ambientada en un mundo postapocalíptico, tiene un villano a batir y dos aspirantes a estrellas de rock, Angel y Omar, a quienes acompañan dos amigos que hacen las veces de comparsas. Omar asoma en la pantalla inaguantable, ególatra, mientras que Angel hace honor a su nombre, pero, no por ello, la chica se deja manejar ni secuestrar por el malvado de turno. La trama se inicia ambientándose en un mundo habitado por una especie mutante y anunciado que Mok, un legendario súper rockero se ha aislado para buscar una voz especial que le permita desbloquear su mundo de otras dimensiones y así traer la criatura que le permita sus propósitos megalómanos. Lo que ignora, porque, tras realizar cálculos, su computadora le dice que nadie podrá detenerle, es que ese cuarteto al que deja sin la cantante, tras secuestrar a Ángel, se lo impedirá. La cosa podría haber tenido gracia, supongo que la tuvo, aunque no para mí, y que en su momento llamó la atención de muchos entusiastas musicales y hoy, tal vez, la de mitómanos y adolescentes aunque muchos ya sean de edad adulta. Aparte de su promesa de rock, el film de Smith va de rebelde sin serlo, pues no da para mucha rebeldía los pasos comunes que va dando ni creer que los rockeros son rebeldes, más si cabe cuando la rebeldía en el rock se acabó cuando su sonido y sus formas se transformaron en fenómeno de masas y en producto estrella de la industria musical…



martes, 28 de enero de 2025

Alta tensión (1940)

En sus títulos de crédito se reúne de lo mejor de la historia de Hollywood, desde Raoul Walsh, el director del invento, hasta Jerry Wald y Richard Macaulay, los guionistas que ya habían trabajado con Walsh en Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) y La pasión ciega (The Drive by Night, 1940), en las que también participaron otros dos nombres propios acreditados al inicio de Alta tensión (Manpower, 1940): los productores Hal B. Wallis (ejecutivo) y Mark Hellinger (asociado), cuya importancia en el cine negro resalta en los títulos que le unieron a Walsh, a Robert Siodmak —Forajidos (The Killers, 1946)— y a Jules Dassin. Pero, aparte de los nombrados, la suma de imprescindibles continúa en los créditos en Ernest Heller, quien también se había encargado de la fotografía de Los violentos años veinte, uno de los films fundamentales en la transición del cine de gánsters al cine negro, el compositor Frederick Hollander y el editor Ralph Dawson. Casi nada, así que la cosa promete y si se le suma el reparto, encabezado por Edward G. Robinson, Marlene Dietrich y George Raft, se antoja difícil que el conjunto no funcione. Y lo hace, aunque Alta tensión no alcance el nivel de las arriba nombradas. No obstante, se trata de una muestra más del buen hacer de Walsh detrás de las cámaras; sencillamente, no abusa ni exhibe. Está y, en su saber estar, narra mejor que la mayoría. Por eso es uno de los grandes del cine estadounidense, como también lo fue Howard Hawks, a quien evoco porque la trama bien podría ser materia para una de sus películas. Alta tensión ambienta su historia en un grupo masculino cerrado, prácticamente una familia, que se dedica a un oficio de riesgo. Pero entre todos ellos, Walsh centra su atención en dos amigos —lo mismo sucede en los títulos previos— y una mujer que, sin pretenderlo, llega para entremeterse en dicha amistad y alterarla. Pero hasta ahí las coincidencias entre Hawks y Walsh, pues las narrativas de ambos cineastas difieren. Walsh toma el grupo como recurso o complemento, no como eje; aparte, su expresión me resulta más ágil que la mayoría, tal vez por desenfadada, y presenta a los dos amigos, inseparables, en una situación que esconde más de lo que aparenta, pues y desvela dos modos de ser. En ese instante, remarca las diferencias entre Johnny (George Raft), un seductor de éxito, confiado en sus posibilidades; y Hank (Edward G. Robinson), un tipo rudo, sin refinamiento, sin suerte con las mujeres. También queda claro, en la siguiente escena, que los personajes son trabajadores, personas corrientes, ni criminales ni héroes, solo electricistas que trabajan en una cuadrilla de la compañía eléctrica. Arreglan las averías en los cables de alta tensión; llueva, hiele o haga calor, acuden donde les envíen, como corrobora la noche de tormenta en la que Hank sufre el accidente laboral que le cuesta su cojera y casi la vida. Pero tiene mayor fortuna que Pop (Egon Brecher) en un trabajo posterior. La importancia de Pop en el relato es determinante, aunque su presencia sea mínima, ya que se trata del padre de Fay (Marlene Dietrich), una ex convicta a quien apenas conocía. Ella le mira sin amor, algo que Johnny observa cuando acompaña a Pop a recogerla a la puerta de la prisión. En ese instante, ya los prejuicios del personaje de Raft saltan a la vista; son los que le indican que no se trata de una buena chica. Pero ni le pregunta sus motivos ni busca conocerla y entenderla, simplemente la desconsidera por su pasado que, aparte del rojo de una cartera, él ignora por completo y por la fachada tras la que ella se esconde. Asume una fachada dura y se gana la vida en un club nocturno, pero lo que nunca pierde es su sinceridad y eso, aparte de su belleza, es lo que llama la atención de Hank, quien le pide matrimonio. El personaje de Fay es quizá el más interesante porque enfrenta la apariencia con la esencia, la que Johnny descubre más adelante, cuando ya la mujer está casada con su amigo…



lunes, 27 de enero de 2025

Zombie (El amanecer de los muertos vivientes) (1978)


Los años setenta, del siglo XX, se encuentran repletos de películas y de nombres ya míticos del cine fantástico y de terror; a los ya veteranos, como Terence Fisher o Mario Bava, se les sumaron jóvenes que debutaban entonces o que lo habían hecho hacia finales de la década anterior, como fue el caso de George A. Romero, cuyo primer largometraje se estrena en 1968, o de David Cronenberg, que en 1969 realiza Stereo (Tile 3B of a AEE Educational Mosaic, 1969). Entre estos cineastas asiduos al fantaterror “setentero”, también se contaban Dario Argento, Tobe Hopper y John Carpenter, cuyos primeros largometrajes son, respectivamente, El pájaro de las plumas de cristal (L’ucello dalle piuma di cristallo, 1970), Cáscaras de huevos (1971) y Estrella oscura (Dark Star, 1974). Pero no cabe duda que el primer largometraje de Romero, La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), fue una influencia para muchos de esos nuevos cineastas —por ejemplo, Hopper la vio antes de realizar su popular La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974)— incluso para los veteranos. Su película había situado a los zombies en un estado de gracia que no oculta su intención satírica y, diez años después, los recuperó en Zombie (El amanecer de los muertos vivientes) (Dawn of the Dead, 1978) para continuar satirizando y bromeando. Al tiempo, la película reafirmaba que se trataba de un cineasta gamberrete con la capacidad de, con pocos medios, lograr mucho. Y así, continuando con sus zombies —y con la complicidad de Argento, que fue coproductor del film y uno de los responsables de su banda sonora—, lograba entretenimiento y una caricatura de una sociedad en la que se produce el auge de los medios y del consumismo feroz, tan feroz que, en su imparable expansión, amenaza devorar las emociones y la inteligencia humana. ¿Y, para lograr que su broma se cargue de ironía, qué mejor escenario que establecer el marco espacial en una cadena de televisión y en un centro comercial? Tras el inicio, la superficie comercial se convierte en el único espacio fílmico. A él, acceden los cuatro personajes principales tras lograr escapar en helicóptero; y en él, se encuentran con centenares de muertos vivientes que allí acuden impulsados por un recuerdo del pasado. Es un acto reflejo, condicionado por la costumbre de cuando estaban vivos. Uno de los personajes, afirma que acuden porque ir al centro comercial formaba parte importante de sus vidas; pero también las armas lo son. Solo basta ver a los humanos cuando descubren la armeria, la cara de felicidad de Peter (Ken Foree), más que de satisfacción, para darse cuenta de que Romero también se burla o caricaturiza a esa parte de la sociedad estadounidense que, con la Constitución en la mano, puede tomar un arma en la otra…



domingo, 26 de enero de 2025

El beso del asesino (1955)

Era el segundo largometraje de Stanley Kubrick y en el plano que lo abre ya queda claro que solo hay un nombre que importa en El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955), el suyo. Kubrick se hace cargo de la edición, de la fotografía, de la producción, de la historia y de la dirección de todo el tinglado que monta. ¿Qué más le falta por asumir y hacer?, me pregunto. ¿Actuar? ¿Componer la partitura? ¿Diseñar los decorados? Sospecho que intervino en todo ello, marcando la actuación de un reparto sin estrellas y ambientado su historia negra en espacios sombríos que, resalta a la vista, se encuentran condicionados por el bajo presupuesto que manejó durante la filmación de este film noir que emplea características habituales en el género, tales como la voz en off y la analepsis.  Pero esa misma “falta” de dinero —una serie B producida por cualquier major gastaría más— le posibilita su libertad creativa y que sus ideas sean principio y fin; y todo lo que vaya entremedias. No se trata de ningunear al resto de quienes participan en la producción de la película, sino de la idea que el cineasta asume ya desde sus orígenes cinematográficos. Kubrick lo ambiciona y siente que es artista audiovisual. Su ego le dice que cualquiera de sus películas será obra suya, aunque otros intervengan en su elaboración; algo así como que el artista cinematográfico necesita de su equipo igual que el pintor o el escultor, de sus modelos y de los materiales que le permitirán dar cuerpo a su creación. Salvo Espartaco (Spartacus, 1960), una épica más acorde con la idea de su productor y estrella (Kirk Douglas) y el film menos personal de los suyos, el resto de su filmografía, guste más o menos, se desvela como la obra del artista que se expresa cinematográficamente. Y como tal, Kubrick asume riesgos, explora posibilidades audiovisuales y logra evolucionar su narrativa al tiempo que construye una estética plenamente suya. Nadie más que él es el arquitecto de Atraco perfecto (The Killing, 1956), Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and I Love the Bomb, 1964), 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) y Barry Lyndon (1975), ejemplos de una obra en constante construcción y búsqueda de vías expresivas; aunque en El beso del asesino o en la previa Fear and Desire (1952) todavía se encuentra en un punto primitivo de su evolución artístico-cinematográfica. Y, a pesar de que no siempre logre un paso adelante —por ejemplo, El resplandor (The Shining, 1980) no me lo pareció—, lo intenta desde sus inicios tras las cámaras hasta el final de su obra en Eyes Wide Shut (1999).



sábado, 25 de enero de 2025

Un lugar en el sol (1951)


Ni pasado ni presente ni futuro son tiempos mejores unos que otros, solo distintos, salvo por el hecho de que se igualan en la circunstancia de ser el presente de quienes les corresponde vivir el momento. Por otra parte, si miramos el ayer, hay cuestiones que se han mejorado respecto al tiempo pretérito; y otras quizá no tanto, incluso las hay que han empeorado. Pero en cuestión de moralidad, de verse atrapado en la represión y sumisión a la que se somete al individuo que la sufre, existe en la actualidad, al menos en apariencia, cierta liberación respecto a la época en la que Theodore Dreiser escribió Una tragedia americana, publicada en 1925, o cuando George Stevens realizó Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951) basándose en la novela citada y en la obra teatral que Patrick Kearney escribió a partir de la misma. Pero lo que indudablemente parece no haber cambiado son las emociones y ambiciones humanas, las contradicciones y los conflictos que se desatan entre el individuo y su entorno y entre uno consigo mismo; tampoco se han reducido las distancias económicas, que son extremas entre privilegiados y desfavorecidos, ni la idea del amor ni la de soñar lo que a uno se le niega. George (Montgomery Clift), inspirado en el Clyde novelesco, resulta ser el sobrino pobre de la adinerada familia Eastman en la película de Stevens, cuyo guion corrió a cargo de Michael Wilson y Harry Brown; el primero uno de los famosos perseguidos del “mccarthismo” y el responsable del guion de La sal de la tierra (Salt of the Earth, Herbert Biberman, 1952), y el segundo, el autor de la exitosa novela Un paseo bajo el sol, la cual sería llevada a la gran pantalla por Lewis Milestone en 1945.


A dicho personaje, se le niega su “sueño americano”, la materialización del bienestar, la opulencia y la felicidad, debido a su condición social. Pero es ambicioso y, en su deseo de medrar se emparenta con el arribista de Un lugar en la cumbre (Room at the Top, Jack Clayton, 1958). No obstante, vive atrapado en su imposible, igual que Alice (Shelley Winters) en el suyo. Y a su manera, también ella quiere materializar su sueño, el cual acaricia hacia mitad del film, cuando le dice al hombre de quien se ha enamorado que se conforme con lo que tiene. Quiere decir, que acepte una vida junto a ella y al bebé que espera sin desearlo, indeseado por su situación de mujer soltera. Lo cierto es que ambos son víctimas, más que de sus deseos, de la moral y de los límites sociales que se imponen en el mundo en el que viven; un mundo en el que siempre hubo, hay y habrá desheredados y afortunados, diferencias, sueños y tragedias. Otra idea se antoja imposible, más que improbable, pues la utopía cae por el propio peso de la condición humana y por el deseo que mueve a cada individuo y le lleva del sueño al despertar, incluso a descubrirse en la pesadilla que protagoniza George, que busca crecer social y económicamente, pero que encuentra su ideal en Angela (Elizabeth Taylor), su idea del amor, que choca con la ilusión de Alice. Contra todo pronóstico —los padres de ella piensan que se trata de un capricho más de su hija y Alice de un inalcanzable—, los sentimientos de George hacia esa hermosa joven de familia adinerada se ven correspondidos; y dicha correspondencia lo eleva por encima de la realidad en la que se descubre atrapado. Digo a contra pronóstico, porque a priori, debido a la diferencia social y al clasismo que dominan en la sociedad a la que pertenecen, los obstáculos que les separan de un “final feliz” se antojan insalvables. En todo caso, los tres personajes principales son víctimas de su época, de sus deseos y de sus imposibles, lo que depara ya no una tragedia americana, sino la humana que no entiende de épocas ni de fronteras; de ahí que la novela haya sido adaptada en diversos lugares, desde México (Alejandro Galindo) a Irán (Jalal Moghadam), pasando por Filipinas (Lino Brocka) y, antes que Stevens en Estados Unidos, ya Josef von Sternberg la llevase a la gran pantalla en 1931. La de Sternberg fue la primera adaptación y su título: Una tragedia americana (An American Tragedy, 1931)…



viernes, 24 de enero de 2025

¡Adelante, Sóviet! (1926)

El periodista John Reed escribió su crónica de la revolución y la tituló Diez días que estremecieron al mundo. En su relato escribía más que información, pues se dejaba llevar por la simpatía, la esperanza y la idealización que le despertaba un presente que, en su ilusión, anunciaba un porvenir distinto, repleto de oportunidades y de una justicia social que no se dieron. Reed concluye el capítulo XI escribiendo que <<La única razón de la victoria de los bolcheviques es que comenzaron a dar realidad a las amplias y elementales aspiraciones de las capas más profundas del pueblo, llamándolo a la obra de destruir el pasado y cooperando con él para edificar, sobre sus ruinas, humeantes todavía, un mundo nuevo…>> (1) Pero entonces, corría el año 1917, todo era como un folio en blanco y la historia soviética estaba por escribir. Lo mismo que la del cine soviético, que, hacia finales de la década de 1910 y primeros tres años de la siguiente, todavía se encontraba lejos de revolucionar el medio, por entonces, visual. Cuando Dziga Vertov realizó su ejercicio de propaganda documental ¡Adelante Sóviet! (Shagay, Sovet!, 1926), película puente entre su Cine-ojo (Kino-glaz, 1924) y la rompedora El hombre de la cámara (Chalovek s kino-apparatom, 1929), su ilusión cinematográfica y la de sus contemporáneos todavía era posible, igual que lo era la social que apuntaba una realidad revolucionaria que, como sucede en toda revolución, velaba sus aspectos sombríos, los menos fotogénicos. Había transcurrido casi una década del momento descrito por Reed en su libro, y dos años desde la muerte de Lenin, fallecido en enero de 1924, a quien puede verse de cuerpo presente en imágenes de ¡Adelante, Sóviet! y a quien el cineasta toma de ejemplo en su obra fílmica —uno de sus grandes títulos, Tres cantos sobre Lenin (Tri pesni o Lenine, 1934), rinde tributo al hombre que admira y al que ha seguido en ideales…

Para entonces, el momento de dejar de revolucionar había llegado y la revolución se transformó en el nuevo orden que, como orden ya dominante, buscaba perpetuarse; incluso empleando los medios que, en su razón y justificación de ser, presumía cambiar. Durante aquellos años de la década de 1920, antes de que Stalin declarase el fin de la aspiración de la revolución mundial de los sóviet —obreros, campesinos, soldados—, defendida y pretendida por Trotsky, y de que asumiese el poder absoluto de su país, la sexta parte del mundo —tal como Vertov tituló una de sus películas—, el cine soviético vivía una esplendorosa libertad creativa, sin parangón en su historia, aunque en la década de 1960 se produjo otro gran esplendor; que dudo posible sin la existencia previa del “origen” en el que destacan los nombres de Kuleshov, Eisenstein, Pudovkin, Dovzhenko, Vertov, Trauberg, Kózintsev,… que experimentaban con las imágenes y el montaje en busca del lenguaje cinematográfico de la revolución, de la modernidad y la universalidad pretendida por el cine silente de entonces, un cine que vivía y crecía inconsciente de que tarde o temprano aprendería a hablar y también perdería la inocencia de su infancia.

Por aquellos años, Vertov era de los más osados y atrevidos experimentadores cinematográficos, que empleaba la cámara para captar e idealizar la realidad revolucionaria, que solo era la parte positiva que el mundo recibía de la Unión Soviética. La verdad que Vertov pretendía capturar a través del objetivo le llevó a buscar ese lenguaje que permitiese escuchar los sonidos y las voces viéndolas en la pantalla; es decir captándolas y capturándolas como parte de la imagen que la cámara le posibilita ver con todo detalle. El cineasta apuntaba el 12 de abril de 1926 que <<La edificación de las URRS es el tema principal, permanente, de mi trabajo actual y de todos mis próximos trabajos. El Kinopravda leninista, ¡Adelante, Sóviet! y La sexta parte del mundo son en cierto modo las partes constitutivas de una sola e inmensa tarea.>> (2) La realidad queda atrapada, o eso cree el cineasta que aspira a ver la verdad del mundo a través del objetivo y del montaje, y puede acercarla al público. Pero su finalidad documental y propagandística no impide que el cineasta aspire a crear algo más, en su caso poesía y sinfonía de la realidad. Sin embargo, aparte de lo creativo, lo osado y sincero que Vertov pueda ser, la realidad a la que accede y muestra no deja de ser la posibilidad, una representación de la posible verdad que él mismo desea ver y que en ¡Adelante, Sóviet! es la idealización de la lucha obrera por modernizar las repúblicas soviéticas, sacarla de su atraso y transformarla, apoyándose en la electricidad, la industrialización y la difusión de la cultura, en el paraíso proletario que nunca llegó a ser…


(1) John Reed: Diez días que estremecieron al mundo. Diario Público, Barcelona, 2009.

(2) Dziga Vertov: Memorias de un cineasta bolchevique (traducción de Joaquín Jordá). Capitán Swing, Madrid, 2011.

domingo, 19 de enero de 2025

Golpe en la pequeña China (1986)

Uno de los héroes de la década de 1980 más chulescos, marginales y canalla, en el sentido desvergonzado del adjetivo, fue el “Snake” de Kurt Russell en 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), pero no fue el único cowboy moderno, duro y solitario que interpretó para John Carpenter, aunque no demasiado solitario en el caso de Jack Burton, puesto que este, para enfrentarse al hechicero Lo Pan (James Wong), forma equipo con dos mujeres y cuatro hombres más. Ellas, Gracie (Kim Cattrall) y Margo (Kate Burton), son una abogada y una periodista; y entre ellos suman dos conductores, de camión y de autobús, un cocinero y dos hosteleros, tío y sobrino, dueños de un pequeño restaurante en Little China, San Francisco, lugar aparte —pedazo de la cultura y las costumbres chinas en suelo estadounidense— donde se desarrollan los fantasiosos hechos pretéritos que se introducen en el presente en el que uno de los personajes, Egg Shen (Victor Wong), es interrogado. Carpenter no se complica argumentalmente y organiza un nuevo rescate dentro de su cine, ya que la excusa para dar rienda suelta a la acción la encuentra en el secuestro de Miao Yin (Suzee Pi), la prometida de Wang (Dennis Dun), el amigo a quien Burton ayuda no sin protestar ni pavonearse. Él es el antihéroe, aunque, en realidad, se trata de un héroe de acción y de fantasía hecha para divertir, quizá la mayor y más difícil pretensión de todas las que puedan darse en el cine popular. Los diálogos son de risa y los personajes, caricaturas; pero en manos de Carpenter la cosa marcha y funciona en su finalidad de divertir sin exigir un esfuerzo intelectual a un público casi siempre reacio a esforzarse mentalmente. Carpenter lo tiene claro y sus héroes también.

El de Golpe en la pequeña China (Big Trouble in Little China, 1986) era el quinto personaje que Russell interpretaba a las órdenes de Carpenter, con quien posteriormente volvería a trabajar en 2013: Rescate en L. A. (Escape from L. A., 1996), y de nuevo ofrecía una imagen de antihéroe heroico, aunque aquí algo bocazas y desenfadado. Su Jack Burton llega a San Francisco para demostrar que tal vez sea el tipo duro más caricaturesco de los que asoman en la filmografía de un cineasta que apuesta por un cine entretenido que bebe del western clásico hollywoodiense y de cineastas como Howard Hawks. De este, toma el grupo reducido que el director de Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) enfrenta a situaciones fuera de lo común, en espacios acotados como los de El enigma de otro mundo (The Thing from the another World, Christian Nyby y Howard Hawks, 1951) o Río Bravo (1959) o bajo cielo abierto en Río Rojo (Red River, 1948), aunque en este último caso gran parte de la acción se desarrolle al aire libre, los personajes viven atrapados en la situación que han de resolver sin contar con ayuda externa. Maravillosamente típico de Hawks; y esta circunstancia feliz en la obra del maestro se repite en el cine de Carpenter; y en esta película, el resolver los problemas, contando solo con los recursos propios, no es diferente a otras como Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976), aunque lo sea al enfatizar la comicidad presente en gran parte de su obra, la cual viste de la fantasía que no disimula que en ella hay mezcolanza genérica y de gustos propios. Puede que no sea de las mejores, pero Golpe en la pequeña China sí es de las que gozan de mayor popularidad del dúo Carpenter-Russell, tal vez por la falta de pretensiones “importantes” y por su héroe, a quien ni director ni actor toman en serio. Y esa ausencia de seriedad hace del primero un cineasta divertido que apuesta por personajes que mezclan características del “vaquero” clásicos y del rockero de la vieja escuela, de ahí una chulería heredada, una mezcla que encuentran en las interpretaciones de Russell su imagen chulesca perfecta, todo lo perfecta y chulesca que pueda ser una imagen que encontraría su variante en la ofrecida por James Woods en Vampiros (Vampires, 1998) o por Ice Cube en Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, 2001), otros dos westerns disfrazados de fantástico o dos fantásticos que se develan western…



viernes, 17 de enero de 2025

El día en que la Tierra se incendió (1961)

La era atómica y el cine catástrofes se dan la mano en esta producción británica dirigida, producida y escrita (junto con Wolf Mankowitz), por Val Guest, en ocasiones un cineasta brillante y siempre un todoterreno de la dirección que tiene en su haber obras cinematográficas de ciencia-ficción tan populares entre los asiduos al género como las dos primeras entregas del doctor Quatermass: El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Xperiment, 1955) y Quatermass 2 (1957). Otra de sus mejores aportaciones a la “fantaciencia” es la más realista El día en que la Tierra se incendió (The Day the Earth Caught Fire, 1961), para quien esto escribe, junto a las bélicas The Camp on Blood Island (1958) y Ayer enemigos (Yesterday’s Enemy, 1959), la película más contundente de las suyas. Realista por su sobriedad y por el tono de crónica con el que Guest detalla los hechos que suceden noventa días antes del presente que nos descubre un Londres inusual, tórrido más que cálido, asfixiante, prácticamente vacío de vida, salvo la de un individuo sudoroso, extenuado, que resulta ser el periodista que pretende escribir su último reportaje; pero no puede al descubrir que la cinta de su máquina de escribir se ha deteriorado debido a la extrema temperatura ambiente, que se acerca a la máxima tolerada por el cuerpo humano. Su mundo se encuentra al borde del colapso; un altavoz informa que faltan diecinueve minutos para la cuenta atrás. Es la cuenta atrás de la especie humana, una cuenta que ha estado ahí desde el origen, pero que ahora se hace patente. La desaparición es un hecho y la población mundial lo ignora en buena parte de la analepsis en la que se desarrolla el film, que no por ciencia-ficción deja de mirar la realidad de la época, amenazada por las armas nucleares de las dos superpotencias que el El día en que la Tierra se incendió realizan sus pruebas nucleares el mismo día, en lugares opuestos del globo: en las cercanías del Polo Sur y en Siberia. Entonces, si esto apunta el inminente fin de la humanidad, ¿la crónica de Peter (Edward Judd) qué sentido tiene? ¿Pretende dejar constancia para la gente de un futuro improbable, ya casi imposible?…

El periodista y novelista habla para el presente, para el público de su hoy, que ya es nuestro pasado, para nada lejano. El personaje es la excusa con la que Guest introduce el conflicto y la catástrofe de la que somos testigos. Las consecuencias de los impactos, las mismas que los políticos niegan o a las que quitan hierro, implican acelerar el calentamiento planetario. Ante nosotros se suceden en la pantalla cambios bruscos en los fenómenos atmosféricos. Respecto a esto, el director de El abominable hombre de las nieves (The Abominable Snowman, 1957) es contundente: lluvias donde no debería haberlas, ciclones, tormentas de nieve, un eclipse solar inesperado o una niebla densa, extrañamente cálida, que cubre toda la ciudad,… dan la alarma en la redacción en la que trabajan Peter y Bill Maguire (Leo McKern), que sospecha que la coincidencia en las explosiones nucleares, en extremos antagónicos del eje terrestre, guarda relación con el bruscos cambio climático que se convierte en la realidad a la que se enfrenta el mundo y que los periodistas investigan sin saber a qué atenerse. Una de las hipótesis que manejan en la redacción es la relación entre dos hechos: las bombas y la alteración climática, pero les suena a ciencia-ficción. No obstante, la confidencia que Jannine (Janet Munro) hace a Peter, después de que este le prometa no decir nada a nadie, la confirma. Solo que ya es demasiado tarde para la especie, condenada por los usos y rivalidades de los líderes mundiales. En esto, Guest es bastante claro, e incluso se permite establecer dos momentos en un mismo instante que se desmienten: las imágenes muestran un mundo moribundo y la radio emite el comunicado del Primer Ministro británico en el que desmiente la noticia que aparece en los titulares del periódico. Quita hierro al asunto, afirma que no se trata de una catástrofe, pero la imagen inicial, la de una ciudad fantasma, y las que en ese momento asoman en la pantalla, desmienten al político…



jueves, 16 de enero de 2025

La reina Cristina de Suecia (1933)

El cartel promocional de Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939) apunta que Garbo ríe, como si esto fuese la primera vez que sucede en la gran pantalla. Casi, pues la “Divina” ya se carcajea en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), cuando se produce su encuentro casual con el enviado de Felipe IV, don Antonio Pimentel, interpretado por John Gilbert en su penúltima aparición en cine. El actor había sido una de las más grandes estrellas de Hollywood del último periodo mudo, gracias al enorme éxito de El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925), y un empleado díscolo que Louis B. Mayer había jurado destruir; se dijo que por el golpe que el galán le propinó tras un comentario malicioso sobre la fallida boda entre el actor y la actriz sueca. Gilbert y Greta Garbo nunca se casaron, pero habían sido pareja artística en tres películas silentes —El demonio y la carne (Flesh and the Devil, Clarence Brown, 1926), Ana Karenina (Edmund Goulding, 1927) y La mujer ligera (A Woman Affairs, Clarence Brown, 1928)—, y volvieron a serlo por última vez en este espléndido largometraje en el que su complicidad se deja notar sobre todo en la posada donde Mamoulian desarrolla la confusión de identidad y la atracción entre ambos personajes. En una escena anterior se produce la situación en la que se conocen, la cual depara un momento, para ella, cómico y supone un punto de inflexión en el film. Lo relaja, al tiempo que confirma que Mamoulian puede pasar del drama a la comedia (y viceversa) sin que su narrativa se resienta. Además, sumado a lo ya exhibido en films previos como Aplauso (Aplause, 1929), Las calles de la ciudad (City Streets, 1931) o El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), que se trata de un grandísimo cineasta, que sabe cuando y como imprimir ritmo y cuando ralentizar la acción.

Posteriormente, ambos personajes vuelven a encontrarse en la posada donde la atracción es evidente, de ahí que el noble español respire cuando descubre que se trata de una mujer y no del joven por quien ha tomado a la monarca sueca. Durante parte del metraje de La reina Cristina de Suecia, Mamoulian, partiendo del guion de Salka Viertel (suya y de Margaret P. Levino es la historia original del que sería su primer guion) y H. M. Harwood, juega con la confusión de la identidad de la monarca, a quien su padre, el rey Gustavo Adolfo, antes de morir había educado como a un varón; por lo tanto educado para la guerra, aunque ella se interesa más por las letras que por las armas. Cristina es una mujer instruida, inteligente, resuelta, que aspira a ser independiente a pesar de las obligaciones del cargo que ocupa, y decidida a traer la paz a su país y al resto de Europa, un continente siempre sumido en guerras cuyas principales víctimas son los hombres y mujeres que forman el denominado “pueblo”, el cual nunca parece tener voz y, como masa, resulta maleable, manejable e irracional, tal como asoma avanzado el metraje. Pero antes, el representante popular dice algo así como que la guerra se declaró sin que ellos lo supiesen, que les ordenaron ir a luchar y que fueron.


La guerra arriba aludida es la de los Treinta Años, que enfrenta a católicos y protestantes. Mamoulian empieza su película con dicho conflicto, situando la trama en 1632, en plena contienda, con la muerte del rey sueco y la subida al trono de la niña Cristina, quien, a la corta edad en la que es proclamada reina, ya se muestra confiada y muy suya. Entonces, se comprende que no se deja manipular, que tiene ideas propias y que piensa llevarlas a cabo. Culta como pocos, se descubre diferente a hombres y mujeres. La consideran un símbolo y ella solo quiere ser humana. Esto se comprueba avanzado el tiempo histórico, cuando la acción se traslada varios años hacia delante y la descubrimos ya adulta oponiéndose a las ideas bélicas de los nobles y de los jerarcas eclesiásticos; así como negándose a contraer nupcias con su primo Carlos Gustavo (Reginald Owen) y sintiendo la soledad del cargo que ocupa desde la infancia. La sexualidad de la monarca resulta ambigua, más allá de que vista como un hombre o haya sido educada como tal, y sea mujer; lo que parece interesar a Mamoulian es que dicha ambigüedad le depara momentos para introducir notas de comicidad, aunque, previo a la aparición de Antonio, se centre en cuestiones menos íntimas y desarrolle un discurso antibelicista que confiere a este espléndido film una postura clara respecto a la guerra, los fanatismos y la intolerancia. A pesar de que parte de la realidad histórica, La reina Cristina de Suecia deja de lado la biografía y deambula entre la comedia, el romance y el drama de una mujer que quiere ser ella misma, no la corona ni el pueblo, mientras apunta en las palabras de la reina y las réplicas de sus súbditos un discurso sin desperdicio, como tampoco lo tiene la relación entre los personajes de Garbo y Gilbert, de quien se dijo que la llegada del sonoro puso fin a su carrera, pero tal vez fuese la “venganza” de Mayer o la personalidad y decisiones del propio actor, o una mezcla de todo y más…



miércoles, 15 de enero de 2025

Escape (1947)

Aunque no sea una de las grandes películas de Joseph L. Mankiewicz, y quede oculta entre dos de sus títulos míticos —El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1946) y Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1948)—, Escape (1947) no está nada mal y la presencia de Peggy Cummings en el papel de Dora da luminosidad al conjunto en el que Rex Harrison, cuyo saber estar hace que parezca que su actuación sea fácil, muestra sobriedad en su personaje, Matt Denant, mientras que Mankiewicz aprovecha un material que no es suyo —el guion es de Philip Dunne, que adapta la obra de John Galsworthy— para introducir algunos temas propios como las apariencias y su postura contra la intolerancia de la moral bienpensante, la cual se descubre con claridad en la escena en la que el fugitivo telefonea mientras una mujer despotrica ignorando que él es el “criminal” al que aluden sus palabras. Esta postura alcanzaría mayor esplendor y protagonismo en Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951), pero es recurrente en un cineasta que no solo se interesa por la psicología de los personajes, sino también de la sociedad a la que pertenecen o en la que se descubren distintos, con lo que esto supone. La atmósfera lograda por Mankiewicz, que inicia su relato con una analepsis que explica tanto el carácter del protagonista como el delito por el que se le condena a tres años de trabajos forzados, el empeño del fugitivo, que se niega a aceptar la culpabilidad que el tribunal le atribuye más que la condena que se le ha impuesto, y la rebeldía de Cummins, que ayuda al evadido sin saber porqué lo hace, aunque sea porque algo en su fuero interno la lleva a rebelarse contra el orden establecido por su hermana mayor (Jill Esmond), funcionan en su conjunto y logran entretener durante sus ochenta minutos de cine en el que Mankiewicz plantea también la fragilidad de lo cotidiano —Matt pasa de ser un caballero a un criminal por la muerte accidental de policía y el juicio posterior en el que le declaran culpable— y la falibilidad del sistema judicial…



martes, 14 de enero de 2025

Nacido el 4 de julio (1989)

Dentro del cine bélico rodado en Hollywood, el conflicto que más asoma en la pantalla es la Segunda Guerra Mundial. Lógico si uno tiene en cuenta que supuso la victoria bélica más importante de la historia estadounidense y un paso adelante para el expansionismo económico de los Estados Unidos. Su victoria, la particular más que la aliada, supuso su hegemonía mundial, al establecer sus bases, sus fábricas y sus productos en diferentes países, por ejemplo en dos de los derrotados: Japón y Alemania. Solo que no era el único aliado que soñaba su expansión hegemónica. Había un rival que también salía reforzado de la guerra contra los totalitarismos nazi, italiano y japonés. Se trataba de la Unión Soviética, que pasó de aliada a enemiga en una guerra fría que marcaría la segunda mitad del siglo XX, deparando conflictos bélicos puntuales en determinados puntos del globo. El primero de importancia se produjo en la península de Corea, donde estalló una guerra que acabó con la división del país en dos. Por entonces, en el suroeste asiático, los franceses vivían su propio conflicto, el de los movimientos independentistas que pronto se organizaron e iniciaron acciones para liberarse de los colonizadores galos, que fueron incapaces de frenar las envestidas de los rebeldes, cuyos líderes eran mayoritariamente comunistas. Los franceses perderían una guerra que fue el prolegómeno de la posterior que Oliver Stone retrata desde perspectivas diferentes, aunque con una misma intención crítica, en tres de sus películas: Platoon (1986), Nacido el 4 de julio (Born on Fourth of July, 1989) y Entre el cielo y la tierra (Heaven & Earth, 1993). En la segunda de la trilogía, Tom Cruise asume el riesgo de intentar un cambio en su carrera y demostrar que era algo más que un rostro o un héroe infantil, juvenil y patriotero como “Maverick” en Top Gun (Tony Scott, 1986). Así, contaba pasar de héroe de celuloide a antihéroe inspirado en uno de carne y hueso: Ron Kovic. No era una mala idea la suya y no le salió mal; tampoco se equivocó al ponerse en manos de Stone, ni este al contar con aquel en el rol protagonista de la película que ponía imágenes a la cruda autobiografía de Kovic, que también colaboró con Stone en la escritura del guion.

Por entonces, el realizador de J. F. K. (1991) se había entregado a mirar con ojo crítico el pasado reciente de su país y centraba su mirada en el conflicto de Vietnam, al que dedicó las tres películas arriba citadas, pero también de manera periférica lo aborda en Nixon (1995) y J. F. K., en la figura de Kennedy, quien logró eludir la intervención estadounidense en el sudeste asiático, pero cuyas palabras marcan al protagonista de Nacido el cuatro de julio. La película se abre en 1956, cinco años antes de que Kennedy llegase a La Casa Blanca, cuando Ron todavía es un niño que crece jugando a la guerra y disfrutando de los desfiles que celebran la independencia entre otros festejos nacionales. Su voz de off suena sobre las imágenes que Stone expone para expresar una realidad estadounidense: que se trata de la sociedad del espectáculo y de desfiles, tradicional, militarista y de exaltación patriótica, de competición, de héroes, de victorias y de religiosidad exacerbada, tras la que se atisba la intransigencia que asoma en algunas palabras e ideas de la madre del protagonista. Ese entorno luminoso oculta en su seno aquello que no brilla, aquello que el niño, y el adolescente en el que se convierte, ignora por completo. Ronnie crece creyendo en su país, en lo que le dicen, ¿por qué iba a dudar de los sueños y los valores que le inculcan? No cabe duda de que el muchacho es uno de tantos buenos muchachos que crecen en la ingenuidad, en la inocencia, tal vez en la mentira heredada. De modo que no sorprende que se deje asombrar por las palabras del sargento que acude al instituto para exaltar los valores de los marines y el porqué los jóvenes deben alistarse en el cuerpo que afirma es la punta de lanza de la nación. Igual que los alumnos de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front, Lewis Milestone, 1930), la primera y, para quien esto escribe, la mejor adaptación de la novela de Erich Maria Remarque, ante las palabras de su profesor, el joven Ronnie se deja impresionar por el discurso del sargento de los marines y se alista en el cuerpo. Son los años de la intervención estadounidense en Vietnam, y Stone traslada la acción a suelo vietnamita durante 1967 y 1968, una ocupación que se justifica con la “estrategia del dominó” que asumen que el comunismo ha puesto en práctica para conquistar el mundo y poner fin al modo de vida estadounidense; lo cual no deja de ser una idea peregrina y la excusa  de los militaristas para dar luz verde a una intervención a miles de kilómetros de las fronteras estadounidenses…

Querer el país de uno, también es señalar sus aspectos mejorables o mismamente plantearse cuestiones como en las que insiste Stone, un cineasta cuyo origen e identidad estadounidense asoman en cada una de sus películas. Queda clave que ama su país y por eso mismo lo critica, pues comprende que adularlo sin más no ayudaría a la autocrítica que posibilita asumir errores y el evolucionar. ¿Qué peligro había para Estados Unidos en una guerra que, independientemente del resultado, tal como ya se ha podido comprobar, no iba a afectar ni su existencia como nación ni su modo de vida, aunque quizá sí pusiera en duda que ahora era el imperio en expansión que venía a sustituir al británico? Esta no es la pregunta de Ron, de hecho tarda en hacerse alguna. Su primera reacción al regresar al hogar, después de su estancia en un hospital de “mala muerta”, donde no le queda otra que aceptar que existen imposibles, sufre el ver que hay quien rechaza la intervención. Confunde las protestas y las quemas de banderas con anti patriotismo, es una primera imagen que agudiza su conflicto, que se potencia cuando comprende que a nadie importa su sacrificio y el de miles como él. ¿Qué sentido tiene todo eso? ¿Ha cambiado algo tanta muerte, sacrificio y pérdida? ¿Quién les comprende, si apenas ellos pueden comprender? Para Ronnie es necesario un proceso de maduración, con todo lo que implica, desde la contrariedad a la huida de sí mismo, pasando por la desorientación y la culpa, por su posterior aceptación de quien es, así como su regreso al mundo, un proceso que le permita comprender más allá de los valores y engaños inculcados y del discurso patriótico de su juventud perdida.



lunes, 13 de enero de 2025

Rex Harrison, comediante de salón


Al verlo en la pantalla, dando vida a Julio César, al profesor Higgins o al papa Julio II, no cabe duda de que Rex Harrison fue un actor muy elegante, con mucha clase, incluso en su papel de espectro en El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1946) no asusta, sino que confiere un toque de distinción a su capitán. Harrison dota al difunto Gregg de un porte distinguido, a la par del exhibido por Gene Tierney, que también poseía una elegancia que luce en todo su esplendor en esta fantasía amorosa de Joseph L. Mankiewicz y también en la Laura (1944) de Otto Preminger, entre otros films que contaron con la presencia de la actriz. Tras este poético y fantasioso romance espectral, Harrison volvería a trabajar para Mankiewicz en la más mundana Escape (1947), en la colosal Cleopatra (1963), en la que dio vida a Julio César —la interpretación cinematográfica que él consideraba la mejor de las suyas—, y en la cínica e irónica Mujeres en Venecia (The Honey Pot, 1967). Tampoco me parece descabellado decir que la mantenida con el responsable de Eva al desnudo (All About Eve, 1950) fue la colaboración más fructífera para el actor, de quien el propio Mankiewicz comentaba durante sus entrevistas con Michel Ciment que no creía que hubiera un intérprete mejor para la comedia de salón. (1) Poco importa que esté o no de acuerdo con Mankiewicz, pero evidencias que podrían corroborar lo dicho por el cineasta son sus dos comedias y Un espíritu burlón (Blithe Spirit, David Lean, 1945), Infielmente tuyo (Unfaithfully Yours, Preston Sturges, 1948), Siete esposas para un marido (The Constant Husband, Sidney Gilliat, 1954), Mamá nos complica la vida (The Reluctant Debutante, Vincente Minnelli, 1958) o My Fair Lady (George Cukor, 1964).


En la década de 1960, Harrison alcanzaba sus mayores éxitos en Broadway y en Hollywood con el musical My Fair Lady. Por su actuación y su entonación, pues carecía del registro vocal que le permitirá cantar, sobre las tablas en la recreación del mito de Pigmalión recibiría el Tony y por su interpretación para Cukor el Oscar. Pero tal vez su mayor popularidad la alcanzase tres años después, cuando dio vida a El extravagante doctor Doolittle (Doctor Doolittle, 1967), película que le unía por primera vez a Richard Fleischer, para quien volvería a actuar en otras dos ocasiones: El príncipe y el mendigo (The Prince and té Pauper, 1977) y Ashanti (1979), dos de los trabajos menos interesantes de un gran cineasta como lo fue Fleischer. Harrison había iniciado su carrera profesional en su Inglaterra natal. Allí trabajó en teatro y cine, lo mismo haría en sus periodos estadounidenses, en Hollywood y en Broadway. Se consideraba un autodidacta de la escena y, entre sus colegas de profesión, tenía fama de egocéntrico. De carácter rudo, para algunos desagradable, el actor se casó en seis ocasiones, siendo su relación más larga la que mantuvo con la actriz Lilli Palmer, con quien coincidió en pantalla en The Long Dark Hall (Reginald Beck y Anthony Bushell, 1951), Alcoba nupcial (The Four Poster, Irving Reis y John Hubley, 1952), Main Street to Broadway (Tay Garnett, 1953), en la que aparecen interpretándose a sí mismos, y en un capítulo de las televisivas Omnibus (1952) y The United States Stell Hour (1953). Con ella estuvo casado desde 1943 hasta 1957, año en el que contrajo nupcias con la también actriz Kay Kendall, su compañera de reparto en Siete esposas para un marido y Mamá nos complica la vida, y de carácter contrario al de suyo. La actriz interpretó el film de Minnelli ya aquejada de la leucemia que acabaría con su vida un año después; según el director nadie del equipo, salvo el matrimonio, conocía su estado y ninguno de los dos pidió un trato especial para ella… Era una pareja que funcionaba en la pantalla, probablemente también en la vida fuera de ella. Sin embargo, la enfermedad acabó con la inolvidable Kay Kendall. Pero regresando al pasado anterior, a los orígenes cinematográficos del actor, su primer rol protagonista había sido al lado de la popular (y poco después icónica) Vivien Leigh en Storm in a Teacup (Ian Dalrymple y Victor Saville, 1937), película realizada siete años después de su debut en The Great Game (Jack Raymond, 1930). Su último gran papel para la gran pantalla fue a las órdenes de Stanley Donen en La escalera (Staircase, 1969); entremedias trabajó a las órdenes de cineastas arriba nombrados y otros tan imprescindibles King Vidor, Carol Reed, John Cromwell y John M. Stahl.


(1) <<No creo, por ejemplo, que haya un actor en el mundo —no conozco a todos— que interprete mejor la comedia de salón que Rex Harrison.>> comenta Joseph L. Mankiewicz a Michel Ciment en Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz (traducción de David Rodríguez Trucha). Plot Ediciones, Madrid, 1994.

domingo, 12 de enero de 2025

Bio y música

Intento evitar las afirmaciones y negaciones categóricas, pero no siempre logro mi propósito y caigo en ellas, aunque dejando una pequeña rendija por donde puedan entrar las opciones que contradigan la establecida en tal o cual sentencia que exprese. Por ejemplo: es difícil darle a la música un “cuerpo y alma” que no sea la propia música; y en el cine es prácticamente imposible recrear su gestación. “Difícil” y “prácticamente” son esas rendijas, de modo que por ahí pueden colarse las ideas que me hagan replantear las propias. En este caso, la creencia de que cualquier película sobre compositores y cantantes tiene muchas papeletas para caer en el tópico; o ya si se trata de una como Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), de rellenar cuarenta minutos de metraje con un calco de la actuación de Freddie Mercury en el “Live Aid” celebrado en 1985, en el estadio de Wembley, Londres. En todo caso, no hay (al menos no la recuerdo) una biografía cinematográfica de músicos a la altura de la música que crearon. Ni siquiera dos grandes todoterreno como Anthony Mann y Michael Curtiz dieron en el clavo con sus biopics sobre Glenn Miller y Cole Porter en Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, 1954) y Noche y día (Night and Day, 1946), respectivamente. Tampoco Amadeus (1984), que no es una biografía, sino la ensoñación de una ilusión y una obsesión que Milos Forman recrea en la pantalla. Ni tampoco la prestigiosa Crónica de Anna Magdalena Bach (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1967), de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, que recuerdo me gustó, aunque menos que El silencio antes de Bach (2007), de Pere Portabella, que ya escapa al biopic y a cualquier encasillamiento, igual que también lo hace la película de la pareja Huillet-Straub, que escapa de la dramatización convencional de tantos films de ficción que cuentan la “vida” y obra de músicos… Hay muchas más que las nombradas, dedicadas a Beethoven, Chopin, Mario Lanza, Edith Piaf, Maria Callas, Elvis Prestley, Lola Flores, Ray Charles, Chet Baker, Charlie Parker, Julio Iglesias, Jerry Lee Lewis, Tina Turner, Elton John, Verdi, Wagner y así hasta que uno se canse de ver biografías cinematográficas de hombres y mujeres protagonistas de la música, de quienes finalmente queda el recuerdo y el sonido de sus voces, de sus instrumentos o de sus partituras…