viernes, 8 de noviembre de 2024

Lewis Milestone, por Iliá Ehrenburg


<<En 1933 conocí al director de cine estadounidense Lewis Milestone y no tardamos en hacernos amigos. Era un hombre gordo y bueno. Siendo un adolescente, antes de la Primera Guerra Mundial, había dejado Besarabia para buscar fortuna en Estados Unidos; conoció la pobreza, pasó hambre, trabajó de peón, de dependiente, de fotógrafo ambulante y, al final, llegó a ser director de cine. La película Sin novedad en el frente le dio fama y dinero, pero él siguió siendo sencillo y alegre o, como habría dicho Bábel, jovial. Amaba todo lo ruso, no había olvidado la pintoresca habla del sur y se alegraba cuando le ofrecían una copita de vodka y arenques en escabeche. Cuando vino por unas semanas a la Unión Soviética, estableció de inmediato buena relación con los directores soviéticos, ante quienes decía: “¿Cómo que soy Lewis Milestone? Soy Lenia Milstein, de Kishinev. (1)”

Un día me contó que cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra se preguntó a los soldados si querían ir a Europa o quedarse en Estados Unidos; se hicieron dos listas. Milestone estaba entre los que deseaban ir al frente, pero enviaron solo a los que querían quedarse en casa. Entre risas, añadió: “Por lo general, así suele pasar en la vida.” Era un pesimista alegre: “En Hollywood no se puede hacer lo que uno quiere. Y lo mismo puede decirse de otros lugares que no son Hollywood”

Decidió hacer una adaptación cinematográfica de mi vieja novela La vida y la muerte de Nikolái Kurbov. Traté de disuadirlo: el libro no me gustaba y, además, habría sido ridículo en 1933 mostrar a un comunista romántico horrorizado ante el ambiente de la NEP. (2) Milestone me urgía a que yo escribiera sin falta el guion y me propuso alterar la trama, describir las construcciones y el plan quinquenal: “Que los estadounidenses vean de lo que son capaces los rusos.”

Yo tenía serias dudas sobre mi capacidad para llevar a cabo la empresa: no soy guionista y no estaba seguro de si podría escribir un guion decente, pero hacer un batiburrillo de varios libros me parecía un disparate. Aún así, como Milestone me caía bien acepté escribir el guion con su colaboración.

Me invitó a una pequeña ciudad-balneario donde realizaba una ardua tarea. Pesaba cien kilos y cada año pasaba tres semanas sin comer nada, hasta perder alrededor de veinte; luego, como es natural, se abalanzaba sobre la comida y pronto recobraba el aspecto de siempre. Para su periodo de ayuno, elegía un hotel cómodo en el que la comida era tan mala que no había modo de envidiar a los que comían y cenaba allí.

Permanecía tumbado y adelgazaba; mientras, sentado a su lado, yo tomaba una comida insípida y escribía. Milestone, que tenía un magnífico sentido del ritmo de las secuencias, decía: “Aquí hay que hacer una pausa... ¿Empezó a llover, quizá? ¿O debería salir de la casa una viejecita con un cesto para la compra?”

No conservo en texto del guion; lo recuerdo de un modo vago; creo que combinaba Hollywood y la revolución, con algunos hallazgos aislados de Milestone y rutina cinematográfica, sazonada con la ironía de dos personas maduras.

Llegamos a escribir un grueso cuaderno hasta el final. Milestone adelgazó —el traje le colgaba por todas partes— y por fin fuimos a París. En Montparnasse, Milestone conoció al pintor Nathan Altman y le propuso que hiciera los dibujos para los decorados y el vestuario.

El pesimismo de Milestone resultó justificado. El propietario de Columbia, Harry Cohn, tras leer el guion dijo: “Hay mucho tema social y poco sexo. No están los tiempos para tirar el dinero por la ventana”.

Como es natural, Milestone se llevó un disgusto: había perdido cerca de un año en ese proyecto, pero consiguió que Columbia nos pagara los honorarios tanto a Altman como a mí.

(Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vi a Milestone en París… No había adelgazado, pero estaba más lúgubre. Durante la guerra había rodado en Hollywood una película sobre los soviéticos (3): quería, en la medida de sus posibilidades, echarnos una mano. Cuando fui a los Estados Unidos, hablé con él por teléfono y me invitó a Hollywood; pero yo decidí irme al sur. No sé qué hizo en los años de posguerra ni cuántas veces le obligaron a hacer lo que no quería).>> (4)

Habrían de ser muchas las veces en las que un cineasta, incluso del talento demostrado por Milestone en películas como Sin novedad en el frente (All Quiet in the Westerfront, 1930) o La fuerza bruta (Of Mice and Men, 1939), se vería obligado a aceptar (y acatar) que en Hollywood solo era un empleado y, como tal, un profesional destinado a hacer un trabajo (muy) bien remunerado en el que la decisión final no era suya. Milestone, como tantos otros, aceptaba que solo era el encargado de ejecutar el plan aprobado por los ejecutivos. Sus proyectos no solían nacer de él y, cuando lo hacían, necesitaba la aprobación de quienes ponían el dinero (los estudios cinematográficos) y, más adelante, de las estrellas caprichosas como Frank Sinatra en La cuadrilla de los once (Ocean’ Eleven, 1961) o Marlon Brando en Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) —sus dos últimos largometrajes y, probablemente, las dos peores experiencias profesionales de Milestone—, que es como suelen ser los divos y divas tras el brillo cegador que deslumbra a sus fanáticos y al público en general, que también posee su buena dosis de fanatismo. Al contrario de lo que solía suceder en Europa, los cineastas hollywoodienses (del llamado Hollywood clásico o dorado) apenas intervenían en la elección del reparto —cada estudio contaba con sus grandes estrellas y con sus fieles escuderos—, ni en el montaje —pocos tenían derecho al “corte final”—, ni en el guion, ni en cualquier otro aspecto que no estuviese relacionado con el rodaje en sí. Su situación, a menudo no les convencía, pero rodaban con la profesionalidad que se esperaba de ellos o intentaban liberarse y buscar su independencia. Hay casos de rebeldía, de tipos que fueron forjando su propia leyenda y estableciendo distancias. Existen leyendas como la de Orson Welles, que vivió el rechazo, pero que prefirió ser un errante antes de ser un mandando, la de Charles Chaplin, que siempre quiso ser su propio jefe, o la de John Ford, que no solo hacía westerns o se corría sus juergas con su grupo afín —¡qué buenos tiempos, Jack!—, sino que era capaz de subirse a una plataforma para filmar un ataque aéreo o para arrancar hojas y hojas del libreto de turno, para aligerar el tiempo de rodaje. Hay numerosos ejemplos de trucos que los realizadores realizaban para saltarse el programa establecido por la empresa, pero, por lo general, se acataba el orden y la jerarquía establecidas. Se le entregaba un material y se les encargaba convertirlo en imágenes que diesen dinero. Esa era la finalidad, el director, salvo excepciones puntuales, solo un medio humano que tipos como Harry Cohn (Columbia Pictures), Louis B. Mayer (MGM), los hermanos Warner (Warner Bros.), Adolph Zuckor (Paramount) o Samuel Goldwyn (The Goldwyn Company), usaban para aumentar sus fortunas y su poder dentro de la industria cinematográfica que habían creado no para regalar arte ni espectáculo, sino para llenar sus bolsillos. Para los magnates, lo artístico y lo creativo eran aspectos secundarios, aunque esto no niega que buscasen hacer un producto atractivo para el público, y que a ellos les gustase, ni que a veces se obtuvieran resultados tan espléndidos como los dos films de Milestone nombrados arriba u otros suyos como La horda (The Racket, 1928), Un gran reportaje (The Front Page, 1931), Al filo de la oscuridad (Edge of Darkness, 1943), Un paseo bajo el sol (A Walk in the Sun, 1945) o El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946)… Todos ellos, títulos que el cineasta rodó previo a la amenaza de la caza de brujas que le convenció para salir del país y rodar en Europa alrededor de la década de 1950; entonces ya pocos recordaban que había sido el primer cineasta en recibir el Oscar al mejor director, por Hermanos de armas (Two Arabian Knights, 1927) —volvería a recibirlo por Sin novedad en el frente—, en la primera entrega de unos premios que se ajustaban perfectamente a la finalidad perseguida por sus creadores: vender su producto…

(1) Actual capital de Moldavia; entonces parte del Imperio Ruso.

(2) NEP, son las siglas que corresponden a la Nueva Política Económica propuesta e impuesta por Lenin para recuperar la economía tras la Gran Guerra y la Revolución. 

(3) La película a la que se refiere Ehrenburg es el cortometraje documental Our Russian Front, rodado junto a Joris Ivens en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial.

(4) IIiá Ehrenburg: Gente, años, vida (Memorias 1891-1967) (traducción Marta Rebón). Editorial Acantilado, Barcelona, 2014.

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