<<A mí me gustaba César Vallejo. Nunca entendí la manía que le tenía Pablo Neruda ni la persecución que ejercía contra él. En España Pepe Bergamín me dijo: “Envidia de “La Chirimoya”. (Así llamaba a Pablo. Ambos llevaban una riña encarnizada, a tal punto que después de que Pablo recibió el Premio Lenin, el Comité Ejecutivo del Partido Soviético tuvo que intervenir, llamar a los dos y obligarlos a terminar la querella). Esto lo contaba Pepe Bergamín, riéndose con gran malicia. Pero a pesar de las “paces” impuestas, Bergamín continuaba llamándole “La Chirimoya”. “¿No recuerdas que era muy envidioso? Y como los dos eran poetas de América, pues no se lo perdonaba, sobre todo que Vallejo era mucho mejor poeta que él, ¡’La Chirimoya’ no era tonta y lo sabía…!”
Sí, algo pasaba con César Vallejo, estaba muy aislado, vivía con Georgette, su mujer, en un hotelito muy pobre del barrio latino y formaban una muy hermosa pareja: ella menuda, blanquísima, de ojos verdes de gato y él enjuto, alto, moreno, de rasgos indígenas muy severos. Estaban muy pobres e iban vestidos con ropas raídas y ligeras para la crudeza del invierno. Georgette, siempre muy cerca de él, levantaba la vista para contemplarlo con veneración. Una noche en la que fuimos con ellos a un mitin, Vallejo quiso colocarse hasta adelante, para no perder ni una palabra de lo que allí se iba a decir. El teatro estaba repleto y nos quedamos de pie en el pasillo, muy cerca de la escena. A mí no me interesaban los oradores, me fascinaba el rostro grave de Vallejo, como si estuviera devorado por un terrible sufrimiento, y no pude quitarle la vista de encima. Él se dio cuenta de cómo lo miraba y me echó un brazo al cuello, sin dejar de escuchar a los oradores. A su contacto, me invadió una corriente de bondad que nunca más he vuelto a sentir. Aquel hombre era un hombre aparte, era un poeta. Creo que la poesía va unida a la profundidad de la bondad. Todavía veo su suéter de lana cruda y sus ojos trágicos.
César Vallejo nunca se quejó. Tal vez sabía ya que el hombre moderno tiene el corazón de piedra y que era inútil pedir socorro. Nosotros no podíamos imaginar la miseria que sufría: los jóvenes, o cuando menos yo, carecen de imaginación para adivinar el sufrimiento y el terror que ocasiona el hambre. Yo sentía que Vallejo era desdichado, pero no sabía la causa a pesar de su mirada febril y terriblemente profunda. Vallejo se sabía el elegido de la desdicha. Los mayores conocían a fondo el drama de Vallejo, pero preferían el mutismo y hacerle el vacío. El desdichado nunca tiene razón, siempre es culpable. Esto lo he comprobado a lo largo de mi ya larga vida. Nosotros sabíamos que Neruda no lo quería, pero no imaginábamos que su poder fuera tan grande como para hundir a César Vallejo en aquella desgracia. Poco tiempo después supe que Vallejo había muerto de hambre en París. ¡De hambre! No era una frase, era una terrible verdad. Su muerte me produjo una impresión extraña. Los comunistas tenían razón: unos eran demasiado ricos y otros demasiado pobres, y esto se daba entre los propios comunistas.
En Nueva York, durante la segunda guerra mundial, conocí a Gonzalo More, el mejor amigo de César Vallejo. Ambos eran peruanos. En el restaurante Sevilla y en el hotelucho Jai-Alai, Gonzalo me hablaba de César. Se habían conocido desde jóvenes. A Gonzalo le preocupaba mucho Georgette, que pasaba la guerra sola en Francia. No le preocupaban los manuscritos de Vallejo: “Yo sé que Georgette los guardará mejor que su propia vida”, concluía en el cafetín de Bank Street. Y así fue. Después de la guerra un diplomático peruano, Roca, buscó a Georgette para pedirle los manuscritos de César. Ella no quiso entregárselos. Si en Perú querían editar a Vallejo, ella iría a vigilar la edición. Hubo un forcejeo y al final Georgette se fue a Perú con los papeles de César. Después solo he escuchado: “¡Ah, esa mujer!”, ¡Ah, esa mujer nefasta!” Y me asombraba la frivolidad de los que la juzgan, ya que ni la conocieron ni conocieron a Vallejo, ni supieron del gran amor y el grave sufrimiento que los unió para siempre. Yo digo: “¡Ah, los advenedizos…!”>>
Elena Garro: Memorias de España 1937. Editorial Salto de Página, Madrid, 2011.
Nacido en Santiago de Chuco en 1892, Vallejo fallece en París en 1938, un año después del encuentro narrado por la mexicana Elena Garro en su Memorias de España 1937. La futura escritora, por entonces apenas una adolescente, acompaña a Octavio Paz, su marido en aquella época, al II Congreso Internacional de Escritores por la Cultura que en julio de 1937 se celebraba en Barcelona, Valencia y Madrid. A aquellas jornadas acude un amplio número de escritores antifascistas de diferentes procedencias que simpatizan con la república española. Entre ellos, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, León Felipe, Pablo Neruda, André Malraux, María Zambrano, Miguel Hernández, Heinrich Mann, Iliá Ehrenburg, Nicolás Guillén, Rafael Alberti, María Teresa León, Octavio Paz, Elena Garro y el propio Vallejo. De regreso a México, Paz y Garro hacen alto en París, donde residen Georgette y César, quien poco antes de morir escribe su última obra: España, aparta de mí ese cáliz, en la que muestra su preocupación por la guerra que arrasa el país ibérico, un conflicto que, para el poeta peruano, se convierte en una especie de dolor crónico. Dos décadas atrás, en 1918, compone Heraldos Negros, su primera obra, en la que se dejan notar influencias de Rubén Darío; el costarricense, junto a Juan Ramón Jiménez, es modelo para los jóvenes poetas en lengua castellana que les siguieron. Pero Vallejo dista de ser un modernista. De encasillarlo, prefiero decir que se trata de un poeta humanista —como corrobora que titule a una de sus obras Poemas humanos—, que versifica las emociones humanas que le desbordan en un mundo al borde del precipicio, defensor de una poesía y de una cultura autóctonas y, tal vez, también un “condenado” consciente de ser el cantor sensible de su propio fatalismo, de su no lugar en ese mundo, ya insensible al dolor ajeno, que, a todas luces, le muestra su rostro cruel. La fatalidad, sin duda, se ceba con este gran poeta a quien Jorge Semprún evoca en La escritura o la vida, recordando y haciendo suyo el poema que Vallejo inicia <<En suma, no poseo para expresar mi vida, sino mi muerte>>. Escribe Semprún: <<Contemplo el cielo azul por encima de la tumba de César Vallejo, en el cementerio de Montparnasse. Tenía razón Vallejo. No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para mi decir mi vida, para expresarla, para sacarla adelante. Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma de conseguirlo es la escritura…>>
<<Me moriré en París con aguacero,
Un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
talvez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmedos me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmedos
la soledad, la lluvia, los caminos…>>
César Vallejo: Poemas humanos.
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