sábado, 12 de diciembre de 2015

Murmullos en la ciudad (1951)



Cierto que no se encuentra entre los títulos más conocidos y reputados de Joseph L. Mankiewicz, pero Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951) es una de las películas más originales y personales del responsable de La huella (Sleuth, 1972), quizá porque en ella reflejó su sentir hacia la postura inquisitiva adoptada por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas y, de manera especial, hacia la no menos desafortunada iniciativa del ala más conservadora de los cineastas de Hollywood, sin ir más lejos, la encabezada por Cecil B. DeMille, quien, aprovechando la ausencia de Mankiewicz (por aquel entonces presidente del sindicato de directores), presionó al resto de realizadores para que prestasen un juramento de lealtad que llevaba implícito el de no simpatizar ni haber simpatizado con el partido comunista, y quien se negase iría a engrosar a las listas negras. Además de mostrar su inclinación liberal (que nada tenía que ver con cuestiones políticas y sí, individuales), la adaptación a la pantalla del drama teatral de Karl Goetz, le permitió escribir sobre medicina, un tema que siempre le interesó, hasta el punto de iniciar estudios de psiquiatría que nunca llegó a completar, pero que sí pudo abordar con detenimiento en De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959). Por estas dos razones, puede decirse que Murmullos en la ciudad es una película hecha con el corazón de un cineasta cerebral, culto, liberal y muy personal, por eso la sentencia pronunciada por el personaje interpretado por Finlay Currie al final del film <<Profesor Elwell, usted es muy pequeño, no solo de estatura, es pequeño de mente y de corazón. Esta noche ha intentado acabar con un hombre cuyo zapato no sería capaz de abrochar aunque se subiese a la montaña más alta del mundo, y eso no es todo porque ahora es más pequeño de lo que lo era antes>>, vendría a ser la voz del propio Mankiewicz, que se deja oír a través de aquel, para definir su sentir hacia los responsables de las listas negras y demás sinsentidos relacionados con el mccarthismo.


Aparte de su posicionamiento a favor de las libertades, el cineasta también pudo expresar su inclinación hacia una medicina humanista, que tiene como principio y fin el paciente, tanto desde una perspectiva física como psíquica. Esta visión médica del responsable de Operación Cicerón (Five Fingers, 1952) se personaliza en la figura del doctor Praetorius (Cary Grant), quien asume como base fundamental de su trabajo el respeto y la preocupación por sus pacientes, a quienes trata como lo que son, seres humanos con nombre y rostro, con miedos y esperanzas, por eso asume un tono familiar y se dirige a ellos por su nombre de pila, mientras les insufla dosis de optimismo como parte de su terapia, la misma terapia que el doctor Elwell (Hume Cronyn) califica de poco profesional y de la que se vale para acusar a su homólogo de ser un curandero que desprestigia la profesión médica. Este personaje, intolerante y conservador en extremo, hurga en el pasado de su colega buscando cualquier indicio que le desprestigie ante el comité de la universidad donde ambos ejercen como docentes, y lo hace porque ni comprende ni comparte la postura humanista y moderna de un médico cuyo pensamiento choca de pleno con un entorno anclado en viejas costumbres, las cuales impiden ver al paciente más allá de alguien a quien medicar, sin entrar en consideraciones que Noah sí observa, como sería el estado anímico de las personas que tiene a su cuidado. El ejemplo más claro a este respecto se encuentra en su relación con Deborah Higgins (Jeanne Crain), la joven embarazada que intenta quitarse la vida como consecuencia de la noticia de su estado. Pero, a pesar de su intento de suicidio, el doctor descubre en ella a alguien más que a una mujer desesperada, en ella ve una vida llena de promesas y esperanzas, por ese motivo decide mentirle sobre su embarazo, para que la joven se aferre a ese renacer al que accede tras la no consumación de su muerte. Como cualquier película hecha en el Hollywood del momento, la presencia de una historia de amor era casi obligatoria por cuestiones comerciales, como consecuencia esta relación médico-paciente se convierte en un romance, aunque los sentimientos de los enamorados no son más que la escusa para acceder a otro entorno igual de intolerante que el médico-universitario, el habitado por personas como John Higgins (Will Wright), el tío de Deborah y un hombre que, tras su severa visión moral, esconde la ignorancia y la intolerancia que le permiten creerse en posesión de una verdad absoluta, que ni existe ni tiene cabida dentro del humanismo representado por los personajes positivos de un film muy especial en la filmografía de Mankiewicz y reflejo del Hollywood de la época.



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