En una de sus conversaciones con Henry Jaglom, Orson Welles comenta que <<cuando ves una película a la edad adecuada, la ves de otra manera; la valoras en su justa medida, la ves como realmente es>>. (1) Pero me pregunto cuándo es la edad adecuada, ¿antes o después? ¿Cómo saberlo? Pero tengo más preguntas, siempre me asaltan cuando más protegido de ellas me creo. Otra que me viene a la mente es cuánto tiempo puede permanecer bajo la cama el negativo de una Polaroid en una casa pulcra y en la que todo parece estar colocado en su sitio, incluso ese negativo, que permanece ahí abajo para que Scott Pritchard (Will Patton), un amigo, un admirador, un esclavo del secretario de Defensa David Brice (Gene Hackman), lo encuentre; sino, adiós suspense y a la carrera contrarreloj que se producirá lejos de esa habitación donde el mobiliario se ha preparado para que luzca en escena, tal vez porque a Roger Donaldson solo le preocupe el efecto y el ir preparando, abonando y sementando el terreno, para luego recoger el fruto. En cualquier caso, diría que ese cuarto se limpia con bastante frecuencia y que esa fotografía velada, en la que el rostro del fotografiado resulta irreconocible a simple vista, no ha sido dejada ahí por despiste, sino por la decisión de quien quería que todo sucediese así. Estoy por acusar al guionista Robert Garland, más que a Donaldson, el director, pero lo dejo estar y regreso a la cuestión de limpieza, porque en No hay salida (No Way Out, 1987) no dejan ni huella. Bueno, alguna sí, porque son necesarias para la buena marcha de la intriga. Lo cual tampoco resulta extraordinario, me refiero de nuevo a cuestiones de limpieza, más si cabe si un ministro, allí se dice secretario, paga el alquiler y supongo que el mantenimiento de su nidito de amor fuera del lecho conyugal donde, quizás, su mujer se la esté pegando con otro, ¿por qué no? ¿O, por ser político, solo él va a saber de engaños e infidelidades? Pero esto no importa, solo es relleno para el texto, como también lo fue la pregunta que me permitió introducir el negativo y abrir el camino para decir lo que sigue, que es un breve comentario sobre No hay salida.
Se trata de un thriller tramposo, en el sentido de que todo gira y transita en busca de la sorpresa final que, insinuada al inicio, deje al público con la boca abierta, tal vez para descubrir quienes han devorado más palomitas. Pero esto lo pienso ahora. Cuando la vi por primera vez, allá hacia finales de la década de 1980, me pareció un film entretenido, de los que me mantenían sentado y con la mente pendiente, uno que, inicialmente, me había llamado la atención por su reparto. Hoy, tengo mis dudas al respecto, incluso dudo de qué es entretenido. Me refiero a que no todos encontramos el entretenimiento en los mismos lugares; ni lo definiríamos de modo similar. El gran reloj, la popular novela negra de Kenneth Fearing, publicada e 1946, ha dado pie a tres versiones cinematográficas muy distintas: una se desarrolla con la precisión de un relojero, me refiero a El reloj asesino (The Big Clock, John Farrow, 1948), otra es Policía Python 357 (Alain Corneau, 1975), que también me resulta una gozada, y la otra, No hay salida, que hoy la veo más tramposa que en mi adolescencia y como la peor película de las tres. Pensando en qué trampa hacer para dar la campanada, Donaldson se pasa media película preparando la otra mitad —lo mismo podría decirse de Farrow y Corneau, pero a ellos se les nota menos—, la que se mete de lleno en la carrera contra el reloj del comandante Tom Farrell (Kevin Costner), en su búsqueda del asesino de Susan Atwell (Sean Young), a quien, para adaptar la película a los tiempos finales de la guerra fría, acusan posmortem de ser la amante de un espía soviético, pero Tom sabe que no es el asesino ni el único amante de Susan. Hay otro, y ese otro es su jefe, el secretario de defensa y el verdadero asesino…
(1) Peter Biskind (Ed.): Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles (traducción de Amado Diéguez Rodríguez). Editorial Anagrama, Barcelona, 2015.
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