El devenir histórico lo aupó a lo más alto de la historia de España, no por su vocación literaria ni siquiera por la política, ni por su sobrada y reconocida oratoria. Fueron los hechos que se sucedieron contra su voluntad los que situaron a Manuel Azaña en el centro de la historia española y de la tormenta que iba a sacudirla durante los años en los que fue hombre público y máxima figura del republicanismo hispano. Político, burgués, ateneista, escritor, Azaña, como apuntan sus Diarios, El jardín de los frailes o La velada de Benicarló, era un tipo reflexivo, inteligente, culto, de aspiraciones literarias, también políticas, claro, que habría sido un excelente presidente para una república burguesa —como dijo de él Claudio Sánchez Albornoz—, una como la francesa. Pero España no era ni es Francia, ni esta aquella, ni la Segunda República (1931-1939) era la Tercera francesa (1870-1940), a pesar de que guardasen ciertas similitudes, aunque ya solo fuese la de compartir y sufrir el auge de los totalitarismos que pondrían fin a ambas; sin olvidar las responsabilidades propias de ambos sistemas, porque conviene recordar y reflexionar los errores propios, acostumbrados como estamos a solo señalar y criticar los ajenos. Así, olvidando lo nuestro y criticando lo del resto, solo mal hacemos medio trabajo, y la posibilidad de mejora se reduce a la mitad, cuando no a cero. La diferencia, una entre tantas, pero fundamental, se percibía en que la francesa se había consolidado mientras que la española todavía era inmadura y se encontraba amenazada desde su nacimiento aquel 14 de abril de 1931. Cuando Azaña escribe El jardín de los frailes nada sabe de esto. Todavía es tiempo de Alfonso XIII y de Miguel Primo de Rivera. El país vive en la dictadura, que muchos comprenderán blanda cuando llegue la franquista, la que puso fin a la República de la que el escritor llegó a ser presidente en 1936. Con anterioridad, durante el primer tramo republicano, había presidido el Consejo de Ministros del Gobierno; era la esperanza reformista, la que traería consigo soluciones para el apremiante problema agrario y cambios en la educación, que la Constitución de 1931 había hecho laica, y en el Ministerio de Guerra, cambios que no hicieron más que cabrear a quienes ya estaban molestos, que serían aquellos grupos que, anarquistas aparte, a pesar de sus diferencias se unieron en la reacción que depararía un enemigo mortal para la República.
Hombre de palabra y reflexión, más que de acción, mejor ensayista que novelista y que narrador, de lenguaje y estilo muy rebuscados y trabajados para que ambos suenen cultos, Azaña habla en esta obra autobiográfica e intimista, escrita en 1926, de su etapa de estudiante, interno, en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Fue un periodo que mira con ojo crítico, no hay nostalgia ni idealización. Se aleja de cualquier sentimentalismo y abraza o cae en una narrativa cerebral no exenta de cierta pedantería literaria. <<No tengo por qué alabar la sociedad del colegio. El fastidio de tantas horas vacías devorado en común…>>, dice en el párrafo que sigue al que inicia con <<Hay que ser bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil>>. Lo que expone en estos y tantos otros párrafos son pensamientos, reflexiones, opiniones, sentimientos y experiencias que delatan su rechazo a ese sistema educativo en manos religiosas que no cuenta con el alumno, salvo como mente que uniformar y donde meter conocimientos, pero, como apunto en un capítulo de Rincones sin esquinas, sin mejora, din capacidad de asimilar y de rechazar, sin evolución, sin abrir las mentes al caminar el aprendizaje propio, ese conocimiento no implica avance. Azaña era diferente a la mayoría de sus compañeros. Resalta más allá de que yo lo diga en estas líneas; cualquiera que lo lea llegará a la misma conclusión. Y esa diferencia que ya se marca en ese periodo juvenil, también se observará más adelante. Para él, ni su niñez ni su pasado adolescente son paraísos perdidos, tan solo pasos obligados hacia la liberación que será el ser adulto e iniciar una educación que libere, no que atrape y reduzca las mentes. Pensando en algunas partes de su libro, me digo que puede que Azaña hubiese preferido nacer adulto, pero reflexionando sobre ello concluyó con un “lo dudo”, puesto que su meta era madurar y construir. Solo que, como intelectual y político, no pudo ni supo llevar sus ideas a la práctica, no tuvo tiempo, ni había contado con los numerosos obstáculos de una realidad entre “dos fuegos”…
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