Que el humano ha intentado engañar al humano no es novedad, parece que lo lleva en el ADN de la especie. Entonces, ¿seria imposible luchar contra la propia naturaleza o condición? No lo creo, porque cabe la posibilidad de lo contrario, puesto que si acepto que el engaño forma parte de la condición humana, también asumo que en ella está la búsqueda de la verdad demostrable, aunque vayan a saber ustedes dónde se encuentra esta en tiempos en los que todos asumen decir la verdad y acusan al resto de ser portadores de la mentira. Pero que algo sea inherente a uno no quiere decir que deba gustarme ni que esté dispuesto a practicarlo porque otros lo hagan. Tampoco pretendo generar un debate que solo llevaría a insultos de pros y de antis; porque si algo se ha demostrado en las redes sociales es la proliferación del infantilismo del polemista, la falsedad de que todos sabemos más que los otros y la imposibilidad de dialogar y de discutir sin caer en la falta de respeto y en una intolerancia que desvela el embrutecimiento general del que gozamos y en el que nos retozamos desde ya no recuerdo cuándo, tal vez desde nuestros orígenes. Y aunque la finalidad del engaño está clara, no estoy de acuerdo con tergiversar ni engañar de manera alevosa, pues, en mi caso, el fin no justifica los medios. Es decir, no soy lo que se dice coloquialmente maquiavélico ni considero que el deseo de imponer una idea de nuestro agrado justifique nuestros actos en pro de conseguirla. Si perdemos la poca ética que queda en el mundo, ¿cómo evitar o luchar contra las injusticias generadas por los engaños? ¿O acaso la mentira consciente no resulta injusta y depara injusticias, aunque la mayoría no se percate de que se están cometiendo? Si doy por sentado lo dicho hasta ahora, es decir, si acepto nuestra capacidad de mentir y engañar para conseguir fines que no desvelamos, ¿no hará lo mismo una inteligencia creada por la humana, una que hereda tal capacidad y habilidad?…
Hace un par de días, me “saltó” en el teléfono la publicidad de una inteligencia artificial. Decía, vendía, animaba y ordenaba <<Haz mucho más en mucho menos tiempo>>. Y lo primero que me llegó a la mente fue una certeza que quise poner en duda, para hacer lo propio con la frase artificial. Así que me planteé una serie de preguntas. ¿Y si no quiero hacer mucho más?, me dije, ¿O si lo que quiero es más tiempo para hacerme y no hacer lo que otras inteligencias quieren que haga? ¿A qué se debe tanto “mucho” en “poco”? ¿A santo de qué la prisa, el animar a la acción, el culto al rendimiento y a la producción? ¿A qué obedece que se huya de la quietud, de la contemplación, de la reflexión, del ocio que las permita? ¿A quién beneficia ese “mucho” en ese “poco”? A mí, no, seguro. Entonces ¿por y para qué he de hacer caso a esa inteligencia? ¿Por qué utilizarla o dejarla que guíe la mía? ¿Intenta convencerme o manipularme? ¿Apela al temor de quedarme fuera del mercado laboral y de consumo o a una falsa meta, promesa de más tiempo libre para mí? La verdad, el hacer más en menos me suena a que una vez hecho más continuarás haciendo menos; dicho de otro modo, lo considero la engañosa promesa de libertad para uno, el espejismo de ocio que se desvanecerá con el siguiente “mucho más en menos tiempo”, pues sospecho que este eslogan esconde y pretenden la sucesión sin fin de producir, producir y producir, de su “mucho en poco”, lo cual suma bastante y bastante es mucho más que suficiente. Quizás sean mejor los márgenes, que tener que renegar de sí mismo para habitar y ser aceptado en el centro. Tal vez ahora, con el incremento en la aceleración, haya mayor motivo para detenerse y estancarse por un momento, buscando menos más en mucho tiempo, para conocernos mejor, para saber quiénes y cómo somos, para no hacer lo que las inteligencias artificiales, todavía guiadas por sus creadores, presumen.
Somos miembros de una sociedad en fuga constante, construida para su supervivencia, que es el producir y el consumir sin fin, una que exige el movimiento desenfrenado, el haz, haz y haz, en ocasiones sin más sentido que el no detenerse para no quedarse fuera. Me planto, me digo como si estuviese jugando a las “21”. No quiero más ni menos, ni poco ni mucho, tampoco creo en reinventarme, que me suena a verbo inútil cuando pienso que a algo ya inventado se le añade el prefijo “re”, y sobre todo, si pienso que nunca nos inventamos, sino que nos desarrollamos en diferentes planos, el físico y el psicológico, desde el nacimiento hasta la muerte, periodo en el que nos imaginamos de esta o de aquella manera, según nuestra propia fantasía, ceguera o necesidad y también en el cómo nos ve el resto. A veces, soy amigo de la negación, del decir no por el mero hecho de llevar la contraria y hoy es un día de esos, en los que siento plenitud por negación. Así que caminando en la quietud, me digo que no quiero hacer mucho en poco tiempo, que no necesito sentirme productivo salvo para mi estado emocional e intelectual, para mi humanidad, esa que piensa que lo único que puedo escoger es vivir en constante aprendizaje, pero no porque un sistema u otra inteligencia me lo exija —sospecho que ningún sistema quiere a sus piezas viviendo un aprendizaje real, más allá de la especialización que le sea útil—. Sé que los disconformes no tienen lugar, que quedan fuera, pero eso tampoco preocupa a ningún sistema porque son los menos y siempre hay más, más y más productores que continúan apurando el tiempo para producir mucho en poco, y así hasta caer exhaustos, como el caballo de Rebelión en la granja. Tal vez seamos un poco como el equino inventado por Orwell, y despertemos a la vida cuando ya no quede tiempo para vivir y ahí, como apunto en alguna parte, nos descubramos mendigos de tiempo…
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