sábado, 20 de noviembre de 2021

Dune (2021)


Ante una película de ciencia-ficción como Dune (2021), me pregunto qué necesidad hay de hacer pasar el infantilismo de su historia y de sus personajes, por una madurez y un misticismo que no funcionan o no encajan en un enfrentamiento y un despertar mil veces vistos en la pantalla. Puede que persigan hacer pasar su evasión por un ejercicio intelectual o filosófico: ¿para qué, si tampoco invita a reflexiones más allá de su capa superficial? ¿Metafísica? ¿Energía? ¿Libertad? ¿Espartaco? ¿Jesucristo? ¿La crisis del petróleo de los setenta o la impotencia de un mundo que sin electricidad regresaría al medievo o al Planeta de los Simios? Quizá esconda otra más profunda que me pase desapercibida; no lo descarto, puesto que soy miope. Pero en las distancias cortas, veo que sus personajes no dejan de ser héroes y villanos estereotipados que se oponen —el duque Leto Atreides (Oscar Isaac) y el conde Harkonen (Stellan Skarsgard) son dos ejemplos de antagonismo— durante el cumplimiento de la profecía que liberará Arrakis y el universo del totalitarismo imperial y de la Cofradía Espacial, la cual se sostiene sobre la economía de la “especia”, una sustancia que, extrapolada a mi infancia, podría pasar por petroleo, que se produce en ese planeta desértico donde el durmiente ha de despertar. Pero ¿por qué? ¿No estaría mejor babeando la almohada? Bien podía quedarse roncando o soñando que un buen héroe no es quien piensa que es un líder ni un líder es un héroe, y menos todavía un mesías. Un héroe es quien hace algo fuera de lo común y, con ello, beneficia a unos y joroba a otros; y quizá un buen líder también invite al resto a pensar por ellos mismos, para que sean los héroes y los villanos de sus existencias sin mesías ni ídolos. Pero, aparte de esta idea, que quizá me genere el film de Denis Villeneuve o ya la lleve puesta desde antes de leer a mis veinte la novela de Frank Herbert que me prestó mi cuñado, carezco de otra respuesta para la desgana que se apodera de mí mientras veo la película, salvo que la siento forzada en exceso, lo cual impide que fluya ligera ante mi pensamiento, por mucho que insista en su aspecto visual, el cual por sí solo está muy bien, pero al unirlo al resto que hace posible una película lo que veo se me antoja con ambiciones, pero que no pasan de la pretensión de homogeneizar realismo y misticismo, cuando no da para lo uno ni lo otro. El esfuerzo, que cobra su forma en las imágenes y los sonidos, en la insistencia del fondo musical, no implica que los resultados obtenidos sean los esperados, ya que, quizá, en esa intención, se pierda el mito, la fantasía y la capacidad de generar emociones, la épica y la diversión que podrían dar algún sentido a una enésima aproximación cinematográfica a la figura mesiánica…



Películas como Farenheit 451 (François Truffaut, 1966), 2001. Una odisea del espacio (2001. A Space OdysseyStanley Kubrick, 1968), Solaris (Andrei Tarkovski, 1972) o La llegada (ArrivalDenis Villeneuve, 2016) son ejemplos de films de ciencia-ficción que sí abrazan una madurez filosófica o reflexiva inusitada en el género cinematográfico, pero Dune, no. Más allá de su pretenciosa artificialidad y de su ritmo, que el cineasta canadiense pretende pausado, quizá recordando lo buenos resultados obtenidos en La llegada o en menor medida, en Blade Runner 2049 (2017), no me pregunto qué aporta al género, sino qué me aporta a mí, como espectador. Aquí sí encuentro respuesta, encuentro un desierto en el que todo semeja igual a otros tantos ya vistos en el cine y en otras formas expresivas contemporáneas. En la adaptación de Villeneuve veo un paso hacia ninguna parte en su filmografía. Sencillamente, veo un film más, de los muchos que desde hace años pretenden llamar la atención de un público mayoritario acostumbrado a consumir films que apenas susurran ideas, películas que aprovechan el tirón de sus actores o la fama de su fuente literaria, producciones que saben aprovechar las expectativas generadas gracias a una importante campaña de promoción y propaganda. Y cuando sale algo que parece grande, lo toman como tal, quizá sin llegar a serlo o sin explicarse porqué creen que ha de serlo. Pero, finalmente, dudo que Dune sea la gran película que prometía ser; ni tampoco mejora lo expuesto por David Lynch en su vapuleada adaptación de la novela con la que Frank Herbert inició la saga que acabaría siendo un filón económico y un despropósito literario de secuelas y precuelas, estas a cargo de su hijo Brian Herbert y Kevin J. Anderson. Sí, también he leído tres de estas, pero sentí la sensación de que estaba dedicándoles un tiempo que podía emplear en aburrirme sin necesidad de ayuda. Aunque diste de ser un film redondo, el Dune (1984) de Lynch no se toma en serio a sí mismo, ni su evidente mensaje conservador y mesiánico, sino que prefiere recrearse y pasearse por un mundo extraño, acorde con sus intenciones creativas. Sin sentirse a gusto, condicionado por los intereses y límites a los que tuvo que enfrentarse (y no superó), Lynch intentó encontrar su propia fantasía en Arrakis, mientras que el viaje de Villeneuve también lo intenta, pero su transitar por las arenas del planeta desértico se queda en tierra de nadie, quizá porque no se decide si apostar a la aventura, al mito, a la reflexión, o no encuentra la combinación exacta. Esa es una de las impresiones que me genera la película, que no tiene claro hacia dónde ir, o yo no sé verlo, y se queda a mitad de camino de todo y nada, quizá a la espera de encontrar su dirección y sentido en su segunda parte. Puede que ahí esté el problema, en la división de un todo en dos mitades que necesitan volver a unirse...




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